sábado, 30 de abril de 2022

Balada de la luna triste

Triste estaba ella, pues a lo largo de su historia había sido de millones inspiración para canciones, poemas y bellas palabras. Era propiedad de toda persona que tuviera un amor, y de todo amor que se quería armar de una herramienta para manifestarse. Al mismo tiempo, allá arriba, veía junto a las estrellas ser usadas infinitas veces en vano, pues muy pocos quereres eran realmente para toda una vida. Triste estaba porque a su costa todos amaban, y ella, un igual para su amor, jamás encontraría.

viernes, 29 de abril de 2022

De bruces con la realidad

Vivió tan apegada a las fantasías del romance, que decidió tomar todos los tranquilizantes posibles y dormir definitivamente las mariposas del estómago.

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Cuento generado gracias a este aporte que me dieron en Instagram.



jueves, 28 de abril de 2022

Cuestión inocente, profundidad imprevista

Cuando Rubén murió, el hecho sorprendió a todos. En la reunión, después del entierro, su madre desconsolada no hacía sino mirar todas esas fotos que componían durante años y años lo que ahora yacía metros bajo tierra. El padre, de humilde origen y profesión, apretaba los puños como preparándose para que, en cualquier momento, al darle cara, fuera a someter la vida misma a su furia. La esposa, abnegada mujer, le quedaba la consolación de haber dado todo de sí desde que lo conoció. Ese era el espectro general del lugar. Desde primos a sobrinos, de amigos a meros conocidos, que alimentaban un ambiente enrarecido por la melancolía y el estupor. Eso sí, por lo bajo, no faltaron las teorías del suicidio, pues de ningún modo, nadie, había logrado percatarse con antelación de un síntoma de depresión o algo por el estilo. No al menos de algo contundente. Solo la muerte se llevaría el secreto de ese hombre que, desde pequeño, mostró talento en casi todo lo que hacía; ese hombre que supo siempre dar su mayor esfuerzo para sobresalir en los estudios desde la tierna infancia hasta la adultez; ese hombre que callaba las dudas, y salía avante de los problemas, así el dormir resultara un mito y la tranquilidad una leyenda; ese hombre que, un día, uno como cualquier otro, a sus ya cuarenta años, había recibido de la mano de su propia hija, de apenas diez, el detonante necesario para tomar una decisión tan radical. Detonante que ella ignoraba, y afortunadamente ignoraría por el resto de la vida, pues la culpabilidad habría sido un lastre el resto de la existencia. Aquello, tan simple, tierno e ingenuo como una pregunta, pero que torció, primero con un poco de reflexión, luego con un lúgubre descubrimiento de sí mismo, la realidad misma de Rubén. “Pa’, lo tenemos todo, pero trabajas tanto, ¿cuánto debes seguir haciéndolo para ser feliz? De hecho, ¿eres feliz pa’?”.

miércoles, 27 de abril de 2022

Una amarga libertad

Hizo un recorrido lento y meticuloso por cada objeto que iba a empacar en la maleta. Al final de cuentas, no eran demasiadas cosas. Le había tomado más tiempo seleccionar detenidamente aquello que necesitaría en su partida que empacarlo todo. Lo importante, en resumen, era llevar aquello que menos le causara incomodidad y le pesara. Irónico, lo que realmente le costaría llevar era los sentimientos encontrados y los recuerdos de esta vida que pensaba abandonar.

Mientras comenzaba a doblar un par de pantalones y camisetas en rollos lo más compactos posible, su mirada no podía desviarse de la foto en la mesa de noche. Allí estaban ellos; sus dos pequeños y su esposa. Cuando se fuera, los niños, al llegar del colegio, no lo encontrarían en casa. Seguramente el golpe de saber que papá se fue, sería un choque con la realidad. Una cachetada de la vida. Egoístamente eso esperaba. Era lo mejor. Él lo sabía, al igual que ella, pues las peleas continuas y las discusiones que subían de tono cada vez, reventaron cuando lo golpeó.

“Me obligaste a hacerlo David, lo sabes. ¡Es tú culpa!”. Palabras que le retumbaban en la cabeza, mientras sangraba por la nariz y otro poco se escapaba de los rasguños de las mejillas, a la par que los ojos de su hijo mayor lo juzgaban por no ser capaz de defenderse. De ser un hombre, pero no en todo el sentido de la palabra, pues gozaba de una voz débil y una mano floja. Una “nenita”, “florecita”, “mariquita”, la “verdadera mujer de la relación”. Eso era lo que pasaba por su cabeza, no en vano lo había escuchado de labios hasta de sus padres. Lo más extraño y a la vez entristecedor era pensar que tu propio hijo, con apenas diez años, era capaz de verle con tal pena.

Cuando pasó a la ropa interior y las medias, revivió lo sedoso de las sábanas, lo acogedor de las cobijas y la protección de la colcha. Igual que la comodidad indescriptible de las almohadas, así como la calidez del pijama y las pantuflas. Todo confluía en una única idea de descanso, de paz. Idea que se mostró real los primeros días, meses y años de convivencia. Nunca pasaron de una que otra discusión sin relevancia o trascendencia. De hecho, la estable relación que proyectaban y vivían era envidiada por más de uno de sus amigos, entre chiste y chanza, se equilibraba por esa sumisión y dedicación comprometida de la que era objetivo de burlas. Sin embargo, esa ensalzada estabilidad comenzó a tambalearse después de Carlos, su primer hijo, y terminó por colapsar del todo cuando llegó María, la pequeña.

Con un par de zapatos sería suficiente, pues llevaba puestas unas zapatillas deportivas. Cerró el espacio principal de la maleta, y en los bolsillos fontales y laterales, de tamaño medio y pequeño, comenzó a meter cepillo, crema dental, hilo de dientes, enjuague bucal, champú, jabón, perfume, desodorante, etc. Todo lo necesario para lucir bien; para ese exterior que todo conquista, pero que funciona como fachada a ese interior en ruinas. Se preguntaba si toda ruptura se sentiría así, pues era el primer matrimonio que había tenido, y tanto luchó por este que no le quedaba motivación alguna en pensar en otro a futuro, ni nunca.

Era por el dolor. Ese que aumentaba con cada paso que daba en la casa, con cada esquina de aquella arquitectura que se traducía en momentos que nunca borraría; ese que trataba de evitar escapando, pues era la única salida posible que le quedaba. Más de un año de consejería, medio de psicólogos, seis de diálogos. Todo falló. Por su puesto, entendía que huir era la opción del cobarde, pero la única que le quedaba en su razón; en su corazón. ¿Una separación? Con la maleta en la mano y a punto de cerrar la puerta tras de sí, era demasiado tarde. Tal vez, la única muestra de valor que podía hacer era no volver atrás, y aun así lo hizo.

Divisó desde el frente los dos pisos, la puerta de entrada y la del garaje, el pequeño jardín, los colores blanco y verde de la fachada, que nunca se le antojaron feos a pesar de contrastar de manera desvaída; del techo en forma de “v” invertida, como en las películas americanas… En fin. Todo era, había sido, tal vez, solo un sueño. Le quedaba al menos la satisfacción de dejar todo limpio. Tan perfectamente, que una pizca de engreimiento lo colmaba lo suficiente para saber que hacía lo correcto.

Por último, recorrió mentalmente, una vez más, todo lo que llevaba en la maleta. Pues una nueva vida, a su edad, conllevaba una preparación necesariamente calculada. Y no, no le hacía falta nada. Nada que no le sirviera. Llevaba lo realmente necesario, excepto, por su puesto, el corazón de ella. Debía quedarse en el pasado. Ese pasado del que era prisionero de la violencia, de la humillación, de ser pisoteado. Ese pasado que, a pesar de tener un bello y precioso preámbulo junto a ellos; a ella, cerraba con no reconocerse como ser humano. Con sentir que perdía la dignidad. Ahora, en esa libertad algo oscura, se proponía recuperar el tiempo perdido de alguna forma, aunque no tuviera certeza de cómo comenzar desde cero.

Toda esa amalgama de emociones le llenaban de la voluntad de despedirse para siempre. De dejar ir, como se declaraba popularmente. Por eso se quedaría allí, con todas las otras cosas. Ese corazón que ya no le pertenecía, ni el pasado que evocaba. No. Ese corazón debía permanecer en esa casa, en esa habitación, en ese cuerpo en el cual ya no palpitaba.

martes, 26 de abril de 2022

Ni siquiera al final del camino...

Fastidiado. Simplemente estaba así. Total y absolutamente fastidiado. Siempre venían con ese discursito arrogante, como si estuvieran en un pedestal mirándolo por lo bajo, de cómo debería cuidarse, de cómo era la forma correcta de hacer las cosas, de cómo existían opciones para dejar ese cigarro que lo estaba matando. Si de verdad les importara, le ayudarían a conseguir un trabajo y a salir de la mala racha que llevaba por tanto tiempo. Pero no. Se dedicaban a joderle la vida porque fumaba. Que mierda. Si ese pequeño elemento cilíndrico era lo que le quitaba la preocupación. “Pero todo es psicológico, se ha comprobado que…” ¡Bla, bla, bla! Al final de cuentas, él sabía que en cualquier momento, si le daba la gana, dejaría de hacerlo. Era cosa de decir no. Así de simple. Además, ya lo demostró una vez en el pasado y lo volvería a hacer cuando menos se lo esperaban. Estos pensamientos acompañaron a Armando en su día a día, prácticamente todo el tiempo junto a otro totalmente obsesivo, convulso y de necesidad absoluta, el día en que sus pulmones no dieron más contra el cáncer: quisiera otro cigarro.

lunes, 25 de abril de 2022

El dilema de Doña Carmen

Sentía que no solo la mala suerte le caída de golpe, sino peor, que un tipo de maleficio, como un mal de ojo, iba progresivamente haciendo más miserable su vida. Y ese día fue más evidente que nunca; era el signo definitivo de que Dios la había abandonado. ¿Por qué? No encontraba su monedero.

Cuando buscó en su bolso, un pequeño infarto le presionó el pecho. Allí estaban las dos llaves de su cuarto, unas monedas de un centavo (que al día de hoy no servían para nada), el ungüento para las heridas y los juanetes, un Vik VapoRub que se aplicaba con regulación para la rinitis, y un cortaúñas; del monedero nada.

La seguridad de una memoria casi prodigiosa que le permitía recordar prácticamente todo, a sus setenta años, le generaba una profunda angustia de dónde había ido a parar el pequeño contenedor de dinero. Primero pensó, como es comprensible, que lo había dejado en un lugar aleatorio, en una resignada aceptación de que los años no llegaban solos. Desecho tal idea cuando recordaba, con bastante exactitud el itinerario del día, donde el único momento en que lo había sacado fue en la tienda de Don Pablo al comprar el pan del desayuno. Por ello, y a pesar de tener la certeza que, de habérsele caído en el camino, ya tendría que echarle tierrita a la posibilidad de recuperarlo. Sin embargo, de quedársele allí, Don Pablo se lo devolvería.

Tal camino de regreso sobre sus pasos, no podían estar libres de pensamientos amargos. Tales procesos en su cabeza tomaban mayor auge conforme había envejecido. Era no solo consciente de ello, sino que no ejercía la más mínima represión ante aquellos impulsivos reproches. Por ejemplo, el día que se le había acabado el gas en la noche, maldijo el mismo instante en que sus hijos se fueron para Bogotá y a duras penas la visitaban, allá en su cuchitril, para estar más pendiente de sus necesidades. Amargas conclusiones que acompañó en esa ocasión de un igual amargo y frío tinto. En otra oportunidad, se cayó de bruces en medio de la estatua de la Naranja, y la falta de solidaridad para ayudarla a levantarse, lo achacó a que las cosas habían cambiado, y en su época, todo era diferente. Pero incluso, en esas circunstancias, sus hijos tampoco la ayudarían de ser necesario.

Todos los alegatos y quejas que encontraba por una y otra razón terminaban en sus hijos. Dos hombres y una mujer que decidieron liberarse del todo de ella, y que la dejaron apenas viviendo del arriendo de una casa. Blasfemaba, mentalmente, por recordar aquel lujo que era suyo y al cual no podía acceder, pues de vivir allí, en tal mansión, no podría pagar en absoluto servicios, y ni hablar de la comida. ¿Quién ha escuchado de una pachuna que viva en una casa lujosa y se la rebusque en la misericordia de otros? ¡Qué vergüenza! Cuanto anhelaba las épocas de la bonanza, a pesar de que el líder fuera un narco, pues cualquiera de esos bandidos podría pagar lo que realmente el arriendo. Dejarla a precio de huevo fue la única opción viable para asegurar los pagos. Y ni subirle un poquito se atrevía, vaya y se le espantaran los arrendatarios.

- Buenas tardes Doña Carmen. ¿Qué me la trae de nuevo por aquí?

- Don Pablo. Qué pena con sumercé. ¿No se me habrá quedado por aquí mi monedero?

- No Doña Carme. Sumercé lo metió ahí – hizo un movimiento con la boca, apuntando al bolso –. ¿No me diga que se le perdió?

- Sí Don Pablo. No lo encuentro en ningún lado.

- Pues no puedo decirle que se vuelva por donde vino mirando pal’ piso, porque supongo que de allá viene.

- Sí – dijo Carmen con un suspiro de total resignación.

- Doña Carmen, no se me preocupe tanto. Sí sumercé necesita algo, yo le doy crédito. ¡Ni qué fuéramos desconocidos!

La amabilidad del tendero era común para ella. Más que la norma, era el hecho de conocerlo prácticamente una vida, pero en el momento ella tenía en la despensa lo suficiente hasta el próximo pago del arriendo. Tal razonamiento solo le hizo hervir la sangre una vez más. Ella necesitaba urgentemente el contenido del monedero para sus cosas personales. Si no lo conseguía, estaba segura de que colapsaría.

- Mi Dios me le pague. Cuando necesite algo urgente, yo vengo y le cuento.

- ¿Segura Doña Carme?

- Sí Don Pablo. Chao pues.

- Chao pues, y dele otra revisadita al camino.

¿Otra revisadita al camino? Si a pesar de que se hallaba refunfuñando durante todo el trayecto a la tienda, casi caminó totalmente jorobada buscando el condenado monedero. No había duda. Lo había perdido, y cada paso que daba de vuelta al cuarto, representaba un dolor que le hacía hundir el pecho, pues no veía en ningún lado el preciado objeto.

Cuando entró la desesperación la embargo rápidamente. Necesitaba el monedero, ¡y lo necesitaba ahora! No podía esperar más. Así, que contraria a la analítica que tendía hasta el momento, se salió entre los chiros. Comenzó a sacar la ropa del baúl, bellamente doblada, prenda por prenda, y a revisarla a fondo, incluso si estas no tenían bolsillo alguno. Cuando terminó con él, continuó con un pequeño mueble de tres cajones, en los que guardaba zapatos, medias y ropa interior. Nada. Continuó con la cama. Sacudió cobija por cobija. Cobija que revisaba, terminaba en un rincón con el resto de cosas descartadas. Aun nada.

Fue a la cocina. Miro las ollas, los vasos y pocillos, las sartenes, y cuánto objeto llegara a sus manos, con o sin la posibilidad de ocultar el monedero. Con cada cosa que descartaba la furia crecía, y, así mismo, su agresividad, pues cada vez lanzaba más lejos y con mayor fuerza todo a los rincones. La cara se le congestionaba, y lágrimas de rabia se combinaban con la frustración enmarcada en sus manos que habían pasado ya como un huracán por el baño, e iban recorriendo ahora cada matera. Si no existiera un atisbo de sentido común, no habría dudado ni un segundo en arrancado todas y cada una de sus plantas de raíz, sospechando que alguna fuerza maligna se atrevió a esconderlo en el fondo de la tierra. Aun así, sus manos lastimadas y ennegrecidas, eran la evidencia de su desesperación.

Al terminar por voltearlo todo, y a sabiendas de la salvaje necesidad de su monedero, la locura parecía apoderarse de ella definitivamente. Se quitó el largo y arrastrado vestido, desgarrándolo palmo a palmo con sus rechonchas manos, como si entre los hilos de la tela o los remiendos llegara a encontrar su objetivo. Lo mismo hizo con los calzones, destrozó el sostén y, de tener la fuerza suficiente, habría hecho lo mismo con los zapatos. Las medias no tuvieron tanta suerte.

Desnuda, y con el frío atenuado por la cólera, la respiración comenzó a faltarle. Luces de colores se presentaban a sus ojos, mientras la cabeza le daba vueltas. Pero ahí, en ese justo instante en que juraría que el desmayo, si no es que algo peor, la derrotaría, una última esperanza, al menos para apaciguar sus necesidades se presentó.

Fue al baño, cuchara en mano, y buscó una pequeña caja que llevó de inmediato a su habitación. Sobre el mueble de la ropa interior descargó dos pequeñas aspirinas. Las partió con la cuchara casi hasta pulverizarlas y les agregó un poco de talco para pies. Luego, tomó un poco, haciendo una montañita en su dedo índice, con todo el equilibrio propio de un malabarista, y lo inhaló profundamente con el mayor gusto y placer del que ella podría esperar. No era una solución total, pero al menos si un placebo para engañarse a sí misma. Para engañar a su cuerpo, hasta encontrar el monedero o algo de plata.


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Idea generada por una anciana que vi en la calle mientras contaba el dinero de su monedero. Así de simple. Luego retorcí el resto.

domingo, 24 de abril de 2022

El diablo está en los detalles

Todo comenzó con una sensación horrible. Sí, esa era la palabra era perfecta para describir aquel primer contacto de aquello que se coló a su cuarto. Todo fue muy rápido, pero podía recordarlo paso a paso. Se había despertado por el sonido frenético de un frenazo imprevisto en la madrugada. Miró el reloj que marcaba las 4:30, lo que hacía que le quedara, al menos, media hora más para dormir. Esto se confirmaba con la ausencia de la luz que se escabullía todas las mañanas entre las montañas orientales. El sueño, sin embargo, se desvanecía rápidamente, mientras un bostezo era su último remanente material. Decidió dirigirse a la ventana solo para chismosear el origen de aquel sonido que la había despertado. Quien sabe, tal ven encontrara un carro destrozado unas cuadras más allá (poco probable, pues no hubo un estruendo posterior), o al menos las marcas de las llantas en la calle. Pero antes de llegar a colocar un solo pie fuera de la cama, sus ojos se centraron en la puerta de la habitación.

Una extraña luz negra, porque solo así se podría entender tal visión, se filtraba bajo su puerta. No solo era singular, sino particularmente amenazante. Pero la imposibilidad de tal cosa en ese momento en su pequeño apartamento, hacía que la curiosidad sobresaltara antes que una sorpresa temible se revelara. De hecho, aún más curioso es que la luz negra era entrecortada por extraños sonidos. Eran como zapatos que buscaban donde acomodarse. Como pisadas que se inmovilizaban en un punto determinado por un corto o largo lapso, solo para terminar desplazándose. ¿Cómo lo sabía si apenas había manifestado aquel fenómeno visual? No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía. De hecho, era tal su convicción inicial acerca de los extraños movimientos de aquellos objetos que entrecortaban la luz, que no dudaba en ningún momento que no tenían, al parecer, una pauta específica que permitiera deducir en qué momento se detendrían, en qué lugar, o cuándo abandonarían tal espacio ocupado.

Su mente comenzó a fraguar que tal suceso, ahora devorado por sus ojos, era totalmente inverosímil. ¿Quién, quienes o qué cosas podían en esa madrugada de lunes estar al otro lado de la puerta? Así, tomando valor suficiente para ignorar todo como un sueño, tal vez una duermevela, se decidió por la estrategia antiguamente ejecutada por un niño ante el peligro en su cama: acostarse bajos las cobijas. Esa era la idea, hasta que algo golpeó fuertemente su cabeza. Quedó mareada, y esto le arrancó momentáneamente cualquier posibilidad de que estuviera en una especie de sueño. Dirigió la mirada de nuevo a la puerta, y un humo, primero pardo, luego negruzco, comenzó a escabullirse por allí. Un olor ocre, como a tela chamuscada con perfume fino le llegaba a la nariz.

¡Se está quemando la casa! Fue lo primero que vino a su mente. Pero contrario a lo que se podía pensar, no corrió de inmediato para verificar tal alerta. No. Se quedó allí, lívida, pensativa, con un temple estoico que no cualquier tendría. ¿Por qué tan extraña actitud? Porque a final de cuentas, la razón se sobreponía a la irrealidad.

No era posible que en su pequeño apartamento, el cual estaba en un reducido conjunto al norte de la ciudad, de un momento a otro fuera invadido por un número de personas que caminaban fuera de su habitación. Tampoco que un objeto desconocido la golpeara en su cabeza, como si alguien, intencionalmente, le lanzara un objeto, como deseando herirla (así de fuerte había sido). Mucho menos, que se estuviera conflagrando un incendio allí mismo, en donde fuera lo que fuera que se estuviera quemando, emanara tal humo de aspecto asqueroso. Nada de eso era posible. ¿O sí? ¿Dónde estaban los gritos de las personas que en teoría se estarían incinerando? ¿Dónde los llamados de auxilio inevitables? No había nada. Tales dudas ahondaban la seguridad de que aquellos momentos que estaba viviendo, era de todo menos algo verdadero. Algo real.

Tales pensamientos no hicieron más que distraerla, pues de no dejarse engullir lentamente por el orgullo de su lógica, se habría percatado de que un largo objeto se deslizaba bajo la puerta, e iba palpando con delicadeza, pero velozmente, por donde pasaba. Era de un aspecto rojizo y negro. Rápidamente llegó a la pata de la cama. Subió y terminó por meterse confiadamente bajo las sabanas y cobijas. Cuando ella se dio cuenta de que algo iba mal, pues una sombra, más negra que el humo, opacaba una zona intermedia donde aun sobrevivía algo de luz, el objeto actuó veloz, como rayo, envolviéndola desde su cintura, pasando por su pecho para terminar en el costado de su cabeza, donde había sentido el golpe.

La punta de ese asqueroso tentáculo parecía relamer la herida que comenzaba a dolerle, al tiempo que rozarse nauseabundamente por su cuerpo de manera asimétrica. En unos instantes tocaba lascivamente sus pechos, para pasar por su espalda, cuello, abdomen. Alternaba partes de su cuerpo como si se tratara de un juguete. Como si los músculos de todo su carnoso cuerpo que ahora la enrollaba, funcionaran de manera autónoma, y no como un solo ente.

Las sensaciones eran tales que, a pesar de la fuerza que trataba de ejercer para liberarse de tan aberrante experiencia, solo sentía que se adormilaba cada vez más y más. Lo único que logró hacer, con una inspiración leve pero firme, fue pegar un mordisco. Un líquido le toco la boca. Pero no era caliente o de olor metálico. Era, más bien, frío, gélido. De una textura viscosa. Simplemente repugnante.

En este punto dejó que su cuerpo se abandonara a la perdición, pasara lo que tuviera que pasar. Psicológicamente estaba dándose por vencida sin dar batalla apenas, pues algo le decía que, de luchar, las cosas únicamente empeorarían.

- Lucía. ¿Estás bien?

El sonido parecía venir de la cabeza del tentáculo. Otra cosa que su mente ya lejana de la conciencia, podía otorgarle la etiqueta de sinsentido.

- Lucia. Carajo, ¿estás bien?

Y aun así, decidió mirar, resignadamente, al lugar de nacimiento de la voz, a pesar de saber que se encontraría con unos afilados dientecillos, que era la característica de aquel miembro, que le permitía adherirse a ella. Porque lo sabía. Sabía qué, de sobrevivir, su cuerpo quedaría marcado por morados de diferentes tamaños, los cuales debería cuidar muy bien, de desear una piel medianamente decente. De lucir medianamente normal.

- No marica, yo la voy a llevar al hospital.

¡No, no, no! Sí iba al hospital, y le preguntaban por esas marcas recién hechas, comenzarían a sospechar de su locura. Pues, ¿quién, en su sano juicio, permitiría que un monstruoso como ese, le dejara marcado el cuerpo de tal manera? Además, cómo justificaría todo ello ante el pulpo, que tomaría, fijo, represalias. Sería capaz, ahora sí, de acabar con ella. Después de hacer lo que quisiera con ella, simplemente terminaría a la deriva.

- ¿Lucia? ¿Marica, te sientes bien?

Lucia despertó en una pequeña enfermería que había en la empresa. Estaba rodeada por Doli, la enfermera, la chica de recursos humanos; Camila, la que parecía más congestionada por su estado, y, por último, Carlos, su jefe.

- ¿Qué me pasó? – Preguntó Lucia al aire.

- Llegaste super rara esta mañana– respondía Camila con voz angustiada –. Te preguntamos a cada rato qué si estabas bien, y nos decías que sí. Que solo estabas un poco cansada. Te dejamos tranquila, al punto que pensamos que estabas dormida en tu puesto. Cuando reaccionamos, Carlos estaba a tu lado, tratando de levantarte, porque un golpe durísimo le llamó la atención. No sabemos cómo te pegaste con el computador en la cabeza. De ahí, te trajimos para acá. Comenzaste a balbucear y se te subió la fiebre. Decías algo de no perder la cabeza y que las cosas “no tenían sentido y no podía continuar así”… Necesito llevarte al hospital, o al menos a casa a descansar.

Toda aquella información la dijo de un solo tirón. Casi en una sola exhalación. Lucia, sin embargo, había captado todo.

En cierta manera se sentía aliviada de ese tremendo ¿sueño? Que había tenido, pero aun así algo la inquietaba. Algo se sentía sucio y fuera de lugar.

- Hagan el papeleo para que salga de inmediato de aquí a la IPS. Cuando tenga la incapacidad se la envía por favor a recursos. ¿Entendido señorita Castaño? – La fría voz de su jefe era lo bastante clara y concisa para que nadie cuestionara sus palabras.

Cuando se iban retirando, y Lucia, aun algo atontada iba a sentarse para afrontar qué tan afectado estaba su cuerpo.

- Esto lo arreglamos más tarde Lucia…

Fue como un susurro. Un sonido leve que le llegaba más allá de su oído, para clavarse profundamente en su cabeza.

Cuando alzó la mirada, él estaba ahí. Carlos, su jefe, mirándola desde la puerta antes de cerrarla tras de él, siendo el último del séquito en salir. Pero algo estaba mal. Rotunda y terriblemente mal. Pues desde donde estaba él, no podía suponer que un susurro fuera posible. Había más de un metro de distancia desde la camilla hasta la puerta. Y además de eso, algo espantoso había en los ojos de ese hombre. De ese ser. Era como si su piel, en algún punto, estuviera llena de pequeñas púas que, al mínimo contacto con algún material, algún cuerpo ajeno, lo agarraría dejándole dolorosas y pequeñas marcas.

Lucía no hizo otra cosa que pasar la manga de su camisa por los ojos, en un afán de demostrar que lo que veía no era nada más que una ilusión, y así parecía. Al liberar la vista, su jefe estaba en perfectas condiciones. Una leve sensación de sosiego le comenzaba a llenar el corazón, pero no fue suficiente, pues un olor; que digo olor, un hedor fulminó sus fosas nasales. Lo conocía bien. Perfectamente bien. Era aquel olor, que había llegado después del humo en su ensoñación. Y ahí, en ese instante en que un pavor recorrió desde los dedos de los pies hasta a la punta de la cabeza, se fijó en unas extrañas gotas que manchaban el piso. Unas formas circulares y viscosas, dejaban un delgado camino hacia la salida de la habitación. Y entonces, juraría, antes de que Carlos saliera del todo, que un pequeño tentáculo le brotaba de la manga de su blazer.



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Gracias a estos dos aportes en Instagram que tomé como referencia para el cuento, junto a el libro La niebla de Stephen King.






Un corazón que no responde

El problema no inició cuando le dio el sí a su propuesta de noviazgo, pero sí terminó con ella cuando fue muy tarde para aceptar que existía uno.

viernes, 22 de abril de 2022

De cómo cerrar una herida

Alexander iba pisando hormigas. Se tambaleaba al ritmo de una lacónica consciencia, entre la línea de caerse de la borrachera, y un cuerpo que, por costumbre, recuerda el camino. Y es que esa confianza se reforzaba, porque se había acostumbrado a beber a penas a cinco cuadras de la casa. No es que la distancia le diera invulnerabilidad, pero con cada ocasión en que llegaba con la cabeza en quien sabe dónde, tanto él como su esposa e hijos, estaban seguros que, como dicen por ahí, mi Dios cuida a sus borrachines. O eso creían.

Quedaban apenas dos cuadras, pero no iría más allá de eso en esa madrugada bogotana. No. De hecho, un hombre que había comenzado a frecuentar el bar, pero que tendía a consumir un mínimo y salir poco después de él, se había vuelto algo tan común, que nadie sospecharía que tal personaje tenía desde un principio como objetivo al viejo Alexander.

Lo siguió sigilosamente por las calles a la luz mortecina del alumbrado, cuya apariencia amedrentaría a más de uno a aquellas altas horas de la noche. No obstante, la sangre del perseguidor se mantenía fría. Helada. A tal punto que los pasos estaban calculados perfectamente para que en la siguiente esquina, después del primer giro a la derecha, en la única luz apagada de las callejuelas, cayera sobre su presa. Y así lo hizo.

Alex cayó de lado. La autopsia encontraría magulladuras en su hombro izquierdo. También varios morados en la cara perpetrados por el asesino. Cuestiones bastantes particulares, pues nunca se llevó nada de valor. Pero eso Alex no solo no lo sabía, sino que pensó, al menos al principio, antes de que el asalto a su memoria le viniera, que se era un mero ladrón.

- Hola Alex. Tiempo sin verte – había dicho su perseguidor. La voz revelaba que en ningún momento las bebidas le habían llegado si quiera a marear.

- Y usted… ¿Quién putas es? ¿Me va a robar? ¡Pues se jodió malparido! Todo se lo dejé a la vieja Inez en el bar – dijo todo esto, con la soberbia de la que solo un ebrio era capaz. Sin embargo, la sobriedad comenzaba a aparecer, conforme su mente buscaba lucidez a ese momento tan fuera de lo común.

- ¿No me reconoce? – La frase la saboreó tan dulcemente como si fuera el protagonista de una película –. Tal vez con esto se acuerde.

Le asestó certeros golpes al rostro que, no solo lo devolvieron de inmediato al suelo en sus torpes intentos de levantarse; lo dejaron sin ánimo ni fuerzas de siquiera pensarlo. Y mientras la sangre manaba y Alexander reconciliaba el dolor que se despertaba con la realidad que estaba viviendo, su mueca de miedo no podía contrastar mejor con la sonrisa de su agresor.

- Espera – dijo Alexander quedamente, mientras trataba, por reflejo, de tapar su rostro con el dorso del brazo. Acción inútil ante la fuerza del hombre, que lo obligaba a mirarle directamente a la cara.

- Míreme a la casa sapo hijueputa. ¿No se acuerda de mí?

- Espere… ¿Usted estaba en el bar de Inez? Usted es el man raro.

“El man raro”. Ese era el apodo de aquel sujeto de barba blanca y ojos almibarados. Era bastante delgado, incluso famélico, pero que vestía muy bien para estar bebiendo donde la vieja Inez; iba normalmente de corbata y sastre, desentonando con el ambiente barrial y popular del lugar.

- Míreme más de cerca.

Alexander sintió que, de la concentración en aquel viejo rostro, tan viejo como el suyo, dependía mucho, si no todo, esa noche. Y no se equivocaba. Aunque claro está, para mal o para bien, lo reconociera o no, igual iba a morir.

Miró detenidamente las arrugas, la calvicie avanzada, las orejas peludas, hasta respiró con profundidad el perfume tratando de descubrir quién era. Nada. Comenzaba a entrar en una desesperación, que se solapaba con la conciencia del peligro que corría. Nada. ¡Quien es este hijueputa! Pensaba desesperado. Trataba de relacionarlo con personas del trabajo, con primos, con amigos de amigos, pero Nada. Nada. No al menos, hasta que vio un detalle en su ceja izquierda.

Era un elemento nimio. Minúsculo en cierto sentido. Solo podías fijarte en tal lugar, si mirabas con detenimiento. De hecho, le pareció un tanto gracioso. Se asimilaba a esas ridículas cejas rasuradas de los adolescentes que pretendían parecerse a artistas famosos. Pero esta era diferente; esta era una marca permanente: una cicatriz. Tenía esa zona especialmente arrugada. Maltratada por el tiempo. Habría sido, en su momento, una herida muy profunda, pues se exponía a pesar de las largas y gruesas cejas del hombre.

En ese momento, una mueca de horror y de asco se marcó en Alexander. Era como si de golpe, a sus cincuenta y cinco años, hubiera envejecido una década más. El aire parecía escapársele, mientras un grito ahogado por un quejido y un nuevo golpe del hombre, le cerraban toda posibilidad de exhalar un grito de ayuda.

El hombre, se había dado cuenta que Alexander lo recordó. Sabía quien era. Y eso era suficiente para él. De inmediato, tomó con toda la fuerza que tenía su mandíbula y le metió el cañón de un arma en la boca.

- Ya me recuerdas. ¿Verdad Alex?

El pobre hombre, ya inmunizado a los efectos del alcohol, afirmó delicadamente, como si en cualquier momento la pistola se fuera a disparar.

- Bueno. Eso es todo, ya podemos despedirnos.

Por la mente de Alex, hombre felizmente casado hace más treinta años, padre de tres hombres y una adolescente, se pasó el pensamiento más claro y tangible de toda su existencia antes de que el misterioso hombre halara el gatillo: nunca se la debí montar en el colegio.

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Inspiración o referencia



jueves, 21 de abril de 2022

Un alma subyugada

El incienso inundaba la habitación, y le daba ese tono místico y pesado al ambiente. Ya las luces de las velas que la rodeaban la hacían recelar de aquel lugar, y más con las oraciones que, en voz baja, semejaban a lo conjuros que había visto en las antiguas películas de terror que tanto le gustaban a su hermano. Pero no, no era una película. No era una circunstancia en la cual los protagonistas sobreviven, o donde eres un espectador que, concentrado, puedes salirte de la trama, al entender con toda conciencia que lo que ves es falso. Y aun así, un dejo de irrealidad colmaba aquel piso en piedra. Aquellas luces sombrías que la rodeaban. Aquella ropa blanca que vestía mientras estaba sentada.

¿Cuánto más debía estar allí, entre esos “hombres santos”, intermediarios de Dios, que mantenían levantadas las palmas de las manos hacia ella? Ya había sido rociada con agua bendita, la cual desgraciadamente no extinguió ni una sola luz. Ya había pasado a su lado el cura líder (no sabía si existía un título especial para él), con un rosario en una mano y una biblia en la otra, alternándose entre el interior y el exterior del círculo, en el que ella era centro. Ya había repetido mentalmente cientos, quizás miles, de veces, que ella no quería ni debía estar allí. Intento desesperado porque sus súplicas apagaran aun más las voces de esos hombres y el tiempo transcurriera con mayor velocidad. Que ese martirio acabara lo más rápido posible.

- … aun?

No era necesario escuchar la pregunta incompleta. Para nada. Desde hace años, más de los que ella quisiera, sus padres le habían preguntado lo mismo. Después de ver a la psicóloga del colegio y a la del hospital. Después de los medicamentos que le habían recetado unos “especialistas”. Después de las clases de ballet privadas. Después de las incontables sesiones de vestidos y maquillaje. Después de las bebidas que se embutió, con la esperanza de que la dejaran en paz, de su tía. Siempre venía esa miserable pregunta, cuya respuesta indicada sabía por obviedad, pero que el orgullo la llevaba a decir la verdad, su verdad, y no el burdo embuste al que se sentiría sometida de decir lo que ellos querían escuchar. Pero ahora, ad portas de sus diecisiete años, de un posible nuevo camino si entraba a la universidad, ¿valdría la pena que reinara la vanidad? ¿Acaso el mundo no se mueve por una sarta de mentiras, como las hechas por sus padres para engañarla, y cuyo fin era llevarla a aquel lugar donde estaban ahora reduciendo su voluntad? Tal vez sí.

Haciendo entonces de tripas corazón. Sintiendo que al mínimo pensamiento sobre su infelicidad, llegaría a derramar lágrimas que no los convencerían en absoluto, inspiró profunda pero delicadamente, al tiempo que gesticulaba la cara más tierna, amable, comprensiva y sincera que pudo. Que pasara lo que tuviera que pasar.

- Sí, padre. Siento que me gustan los hombres. El demonio se ha ido. Gracias a Dios ya no soy lesbiana.

miércoles, 20 de abril de 2022

Un dolor que no se va

Le rascaba. Le ardía. Le dolía hasta más no poder. Había iniciado con apenas un roce en su infancia. Pero conforme avanzaba el tiempo, no solo crecía él, también esa horrorosa sensación, a tal punto que no surtieron efecto las cremas, los ungüentos, los aceites, las infinitas recetas caseras que le aplicaron. Ni los dermatólogos, ni los psicólogos, ni tampoco los neurólogos dieron con alguna solución efectiva. El dolor solo iba y venía a su antojo, pero a cada regreso, agregaba una gota de dolor que amenazaba con desbordarse. No, no y ¡No! El sufrimiento era tal, que se le nublaba muchas veces la razón. En definitiva, su brazo derecho, era un infierno en la tierra.

Esa parte, ¡ese maldito brazo! No lo dejaba vivir. Y ese era el principal problema, tener que seguir viviendo así. Era, el brazo o él. Ese maldito bulto que se había vuelto innecesario, o el resto de su cuerpo que sufría las consecuencias de su existencia defectuosa, imperfecta, deficiente, innecesaria. Y con el aire del ímpetu y la decisión, a causa de una vida en la cual no se veía una luz de tranquilidad en el horizonte y, sin pensarlo dos veces, tomó el cuchillo más grande de la cocina. ¡Tenía que cortarlo! ¡Acabar con todo de raíz y para siempre! Colocó entonces su extremidad en la mesa. Apretó la mano con toda la fuerza, impulsado con el mismo tormento que ese brazo le había obsequiado por años.

Primero cerró y cerró la piel y el músculo, mientras la sangre manaba de manera impiadosa. Sentía como el suplicio que producía el cuchillo en los nervios, se anulaba con la necesidad demente de no parar. De no arrepentirse. Luego, se topó con algo duro en ese festín de líquido rojo. ¡El hueso! Así que comenzó a levantar el arma y a bajarla frenéticamente cual guillotina, para acabar con todo. Pues, de superar ese obstáculo, solo otra porción de tierna carne bastaría. Crack, crack, crack.

Terminó después de varios minutos su salvaje, pero a la vez sosegada acción. Y al cerrar los ojos para respirar profundamente en un acto de victoria definitiva, el horror lo colmó hasta casi hacerle explotar la cabeza, cuando volteó a ver dónde había quedado su brazo cercenado.

No había sangre. No había restos de piel o músculo, mucho menos una extremidad separada de su cuerpo. Ni siquiera un mínimo de algún líquido en el cuchillo que llevaba en la mano izquierda. No. Lo que sí había eran marcas profundas, surcos irregulares, tanto recientes como viejos en la mesa; todo hecho con algún objeto muy afilado. Objeto que él sabía, tenía en su mano. ¿Y su brazo derecho? Simplemente no estaba allí. Y bajando por su hombro, hasta su codo, lo esperaba burlonamente un horrible y mal formado muñón.

Triste, y con la mirada en dirección al piso, dejando el arma del delito en la mesa, caminó lentamente hasta dejar caer pesado su cuerpo en el sofá de la sala. Lágrimas comenzaron a languidecer por sus mejillas, no solo porque no sabía hace cuanto había logrado el cometido de arrancarse esa parte del miembro, no; lloraba, infinitamente desconsolado, porque aún le dolía su brazo derecho.

martes, 19 de abril de 2022

Idilio prematuro

No solamente lo veía. No. Lo miraba con ojos de ilusión pura, como solo un adolescente puede llegar a sentir el amor. De eso, era totalmente consciente. Bueno, tal vez de todo. Porque a pesar de cruzar palabras frecuentemente, no era capaz de revelarle mis sentimientos. Creo que nunca lo haría. Mucho menos insinuarle alguna mis fantasías más cursis. Porque sí, a mis diecisiete, aun imaginaba cosas como tomarlo de la mano, caminar por parajes que se volverían bellos recuerdos y, ¿por qué no?, un primer beso (primer beso con él, no es como que yo fuera virgen de labios). Incluso, imaginaba las conversaciones que podíamos tener. De esas en que el tiempo parece transcurrir de manera acelerada, haciendo que horas y horas de charla entretenida, se sientan como unos pocos minutos. Claro está, cuando se acercara el momento de separarnos, yo estaría dispuesta a dejarme a acompañar hasta mi casa. La seguridad de aquella escena me traía su evocación de una cara ausente, algo triste, por nuestra despedida, pero antes del cierre perfecto, diría mi nombre:

- Katerine.

- Sí, mi amor.

- Disculpe, ¿qué dijo señorita Quintero?

- ¡Ay, Profe!… Perdón…


lunes, 18 de abril de 2022

Correcto

Alzó la mano y respondió treinta y seis. Todos en el salón se rieron de él.

- ¿Por qué se burlan? Es la respuesta correcta de la multiplicación de la profesora.

Todos seguían riéndose, y no por la precisión de su respuesta, sino porque en el aula no había profesor alguno que pidiera resolver operación alguna. Bueno, solo lo hicieron hasta que el pequeño, apenado, indicó con el índice en dirección al tablero, donde sin saber cómo, ni en qué momento, había aparecido un 6x6.

domingo, 17 de abril de 2022

Por un instante lo supe todo

Cuando tomé conciencia me encontraba en un lugar singular, si es que a eso se le puede llamar lugar. Era todo oscuro y luminoso a la vez. Todo espacio y vació al mismo tiempo. La extrañeza se apoderó, no sin alarmarme un poco, hasta el punto que concluí lo que parecía evidente: estaba muerto. O eso esperaba. Porque si estaba en coma, no deseaba en absoluto pasar un tiempo indeterminado hasta el descanso definitivo.

- Bienvenido hijo mío.

Una voz profunda, la cual no podía determinar si era de hombre o mujer, o incluso de donde provenía, se insertaba cálida y robustamente en toda mi extensión inexistente.

- ¿Dios? – Pregunté por reflejo, con un dejo de incredulidad.

- Sí, hijo, soy yo. Así lo dudes. Así no hayas creído en mi la mayoría de tu vida. Así hayas muerto y no creyeras en la otra vida.

Tal situación era no solo confusa y reveladora, también misteriosa por cuanto esa voz, de ser verdaderamente Dios, entendí, sabría todo de mí. O al menos, sabía algo sobre mí, pues lo había demostrado.

- Sí, hijo mío. Sé todo sobre ti.

La calma, que podría parecer insólita para tal situación, me colmaba. Cosa extraña al estar ante el ser todopoderoso inculcado en nuestra cultura occidental. Es más, el pavor debería haberme dispuesto completamente de mi ánimo, pues cientos de pensamientos y recuerdos de los textos sagrados se atropellaban en mi mente; en su mayoría narraciones sobre la crueldad de este ser. Sin embargo, supuse, y comencé a confirmar, que era quien decía ser, pues a mis preguntan no pronunciadas, daba respuesta de manera automática.

- No te preocupes. Has tenido una vida bastante limpia, así no creyeras en mí. Tu camino ha sido el de un ser humano honesto, así que sí, te has ganado el cielo. Y sí, sí existe el cielo, solo que no es tal y como lo pintan en la biblia o lo recrean las películas o imágenes. No. Es mucho mejor.

» ¿El infierno? Sí hijo, también existe, pero tampoco como lo imaginas, pero tampoco es mucho peor. Es más bien, un lugar de redención.

» ¿Quieres saber más? Estas bastante lleno de preguntas, pero sí, responderé si quieres.

» ¿Qué sí sabía que morirías? Claro. Yo lo sé todo, y sabía de antemano que aquél freno de mano fallaría exactamente cuando pasaras por detrás del auto.

En este punto, a pesar del miedo que podría infundir una existencia tal que su poder va más allá de los límites humanos, mucho más allá, un sentimiento de rencor comenzó a envenenarme. No era justo que yo muriera de una forma tan… ¿Tonta? ¿Ridícula? ¿Arbitraria? Sé que no tenía una vida exitosa, como podría imaginarse. Pero tampoco era aburrida. En general, era humildemente feliz.

- ¿Por qué no lo evité si soy Dios? Porque es parte del plan hijo. Todo es parte de un plan más grande.

» ¿Qué si era necesario que murieras para ese plan? Bueno, hijo, en cierta medida sí. Pero tienes razón, no del todo, no puedo mentirte, pues soy Dios.

Afirmación que se sentía temeraria o totalmente sincera. ¡Obvio! De ser quien dice ser (y hasta el momento lo había demostrado bastante bien), no era necesario que mintiera. Además, ¿de qué le serviría hacerlo a un ser todo poderoso? Pero si era todo poderoso…

- ¿Por qué no intercedí si tu muerte no era absolutamente necesaria? Bueno, hay cosas en las que mi mano no debe interferir, por la libertad que debe tener el mundo. Además del plan. No lo debes olvidar, ya que entras al cielo.

» ¿Por qué no ejecuté ya le plan tal cual es? Pues como tal no habría problema en hacerlo, lo haría ya mismo de querer hacerlo, pero no es necesario, hay que dejar que todo fluya. Que los caminos se den tal cual deben darse.

» ¿Pero sería algo innecesario? Bueno, sí, hijo, tal vez lo sea. Pero acelerar las cosas no las hace más fáciles.

Parecía que, en cierta medida, solo me cabía duda que fuera Dios. No que no fuera el Dios que la cultura nos ha enseñado, sino, más bien, que no tenía todas las capacidades, o poderes si se quiere, que se le ha atribuido tradicionalmente. Pero esto particularmente no fue respondido por él, sino que continuó con mi siguiente pensamiento, como si saltara esto en particular.

- Ten en cuenta, que al final, lo hago por amor.

» Sí, soy capaz de amar. Porque si no los amara, no los habría creado.

» ¿Qué el amor no me haría perfecto? Hijo, entiendo tu razonamiento. Si yo soy perfecto, no necesito nada más que a mí mismo para serlo. Al sentir amor más allá de mí mismo, es porque necesito algo más allá de mí, y por tanto sería algo incompleto al necesitar un objeto de amor. Por tanto, no sería perfecto, seguido de esto, no soy Dios o no soy un dios tal cual dicen las escrituras y los predicadores. Pero, ¿tú que crees? Bueno, pregunta tonta, porque sé que es lo que crees.

» ¿Si no caería yo en una contradicción? No hijo, yo voy más allá de las contradicciones; de la lógica humana. Si no fuera así, no sería Dios. Su único y verdadero Dios.

» ¿Egoísmo? No hijo, los seres humanos tienen la libertad de creer en lo que quieran así estén equivocadas, y así yo lo permita al poder impedirlo. Después de todo tienen libre albedrío. E hijo, no te esfuerces tanto, toda pregunta que puedas formularme acerca de mi existencia o moralidad, ya la he escuchado y respondido por siglos y siglos. De hecho, todo lo que sucederá de aquí en adelante lo sé, lo he sabido, lo sabré, etc.

Aunque Dios, este dios, me respondía a todo con las misma lógica convencional, misteriosa y poco clara en muchos sentidos, que había explorado ya en mis conversaciones con creyentes y predicadores, un sin sabor (digo esto en sentido figurado claro está) me desanimaba, por más que, al parecer, tenía el cielo ganado. Nada carecía ahora más de sentido. Primero, porque si las personas eran libres y podían hacer lo que quisieran, y aun así mataban hasta niños inocentes a lo largo de la historia, y Dios no intercedía por más que fueran inocentes, no era todo poderoso. De poder hacerlo y no quererlo hacer era egoísta, y de ahí, como el amor que predicaba, tenía razones muy humanas que lo harían imperfecto, cosa que iría contra su principio de perfección y por tanto no era Dios. Sin embargo, a esto último ya había recurrido, y no quería retomar un razonamiento ya extinto, pero… ¿Por qué omitió aquella parte en específico que anteriormente yo había pensado? Entonces, cuando iba a expresar aquella duda, su voz me cortó en el mismo tono de ternura y clama:

- ¡Ay hijo mío! Ya te he dicho que todo lo que te ingenias en pensar ya lo he escuchado hasta saciarme. Pero ustedes, humanos, mis creaciones, a veces dudo de haber hecho lo correcto para mi, para ustedes. Tendrás que comenzar desde cero para que reconozcas quien soy y a quien debes doblegarte…

En ese momento el ambiente se enrareció. Comenzó a dilatarse y contraerse el espacio; el tiempo mismo. Por un momento, tan exiguo como la millonésima parte de un segundo, pero tan profundo como la existencia misma, fui uno, realmente uno, con ese ser. Y entendí, entendí sus debilidades, su existencia limitada, su poder marginado y su egocentrismo que no lo hacía Dios de nada ni nadie, más que de sí mismo y de lo que podía someter, pues él solo era…

Y en ese instante mis ojos se abrieron de par en par, mientras mi cuerpo físico convulsionaba y se veía impelido a respirar velozmente y a exhalar alaridos.

- ¿Qué es doctor? – Se escuchó en la oscuridad.

- Es un niño señora – le respondió otra voz.

Un terrible frío recorrió mi cuerpo. Pero no por la situación en la que me hallaba cono tal, donde era testigo consciente de estar viviendo a carne viva mi propio nacimiento. No. Sino porque al unirme tan esencialmente con ese ser, entendí plenamente sus intenciones, y sabía que esta memoria de toda una vida, pronto moriría con este nuevo cuerpo. Estrategia de esa entidad que irritado, castigaba a todo aquel que entendía su soberbia naturaleza y su verdad.



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Cuento hecho a partir de una pregunta disparadora: ¿Qué pasaría si murieras y te encontraras a Dios?

sábado, 16 de abril de 2022

Matilda

Matilda parecía más mágica que nunca. La cuarentena no minimizaba ni un ápice su existencia única. De hecho, su esbelto y ágil cuerpo se veía mucho más libre que antes al darse esas escapaditas de casa y recorrer los balcones y techos vecinos; las callejuelas, andenes y, en general, todo espacio desembarazado de nosotros. Esto era lo que imaginaba, de no alcanzarla a ver, la abuela, en su silencio constante y desde el vaivén de la mecedora. Se llenaba la cabeza de imágenes de exploración, de lugares en donde solo un felino podría llegar. De sus aventuras con otros gatos que la extenuaban a tal punto, que únicamente regresaba a casa para comer, descansar, y volverse a ir. Y así pasaba los días de aquel encierro, entre la monotonía de su movimiento continuo, con los números de radio, televisión y cualquier aparato que registraba el aumento de los casos diariamente; las palabras irritadas de una hija que ahora mezclaba el trabajo con los quehaceres hogareños, y la nieta igualmente irritada por su frustración ante la educación virtual; un montón de situaciones que enmudecían al lado de Matilda y su magnífica vida más allá de las rejas. Sin embargo, tal aislamiento terminó en poco más de tres meses (que realmente se sintió como varias eternidades), y cuando su hija y su nieta la sacaron finalmente a la luz del sol, en respuesta a la icónica pregunta de ¿cómo te sientes mamá? ¿Cómo te sientes abuela? Ella solo pudo resoplar un sonoro “Miau”.

viernes, 15 de abril de 2022

La senda del triunfo

En un solo día el comentario de Juan en Facebook recibió más de cien me gusta, veinte me divierte y veinte más me encanta. Ni qué decir de las reproducciones de su más reciente video en TikTok. De seguir así, tal vez el siguiente se haría viral. También tuvo bastantes comentarios positivos en la última publicación en Instagram. En definitiva, era una persona que podía estar satisfecho de su vida. A los ojos de muchos, y a los de sí mismo, iba en un camino seguro al éxito, al igual que los más de mil millones de usuarios de las diversas redes.

jueves, 14 de abril de 2022

Palidecer

Cuando vio su reflejo, un golpe de realidad la dejó al desnudo. El tiempo le había hecho perder las curvas seductoras de la cintura, la intensidad de los ojos, la pasión de los labios, la suavidad del cabello, lo terso de la piel, la delicadeza del andar; pero no había menguado en lo más mínimo el dolor del alma, o reducido en algo las heridas del corazón.


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Cuento hecho a partir de un ejercicio en un grupo de creación literaria.



miércoles, 13 de abril de 2022

¡Ay! Andrés

Al leer la noticia, tiempo atrás, Andrés hizo lo que todo hombre responsable sobre tal polémica podía hacer, dejar un comentario en la publicación en Facebook y hablar de su indignación con amigos o familiares, a veces en persona, otras desde su WhatsApp. Pero como toda noticia de un día cualquiera, desechó su preocupación sin más problema que entretenerse con su vida cotidiana. Cosa por demás común, si no fuera porque poco más de un año después, sus atenuados temores se hicieron realidad por un pedazo de papel.

La circular escolar en cuestión anunciaba que, debido a la nueva ley sobre educación sexual, dentro del plan de estudio nacional, en algunos grupos del área de primaria se tocaría, de manera pedagógica, el tema de la masturbación. Grupo al cual pertenecía su pequeña Sofía de apenas diez años. Se añadía que la ley era para todo el país, y con independencia de si el colegio era distrital o privado, de pensamiento liberal o confesional, toda institución estaba obligada a abordar tal temática.

Andrés leyó y leyó el comunicado que venía dentro de la agenda de su pequeña, y lo ojos iracundos desbordaban lágrimas al pensar en el futuro de la niña. Peor, el futuro de su segunda hija que apenas estaba terminando de aprender a caminar.

- ¿Y tú que piensas de esta mierda? – Preguntó Andrés a su esposa.

- Amor. Es una decisión que se venía venir. Te acuerdas que la noticia salió hace rato. Además, son profesores, por algo tienen el título – respondió sin vacilar y serenamente la mujer.

- ¿Perdón, Doris? ¿Te estás escuchando? Es que no es cualquier cosa. Es educación sexual en primaria y, aparte de eso…

- ¿masturbación?

- Si eso, masturbación. ¿Qué es lo que sigue? ¡¿Qué la evaluación final sea quien se la pare y eyacule más lejos?!

La risa reprimida de su mujer lo irritó aun más. No solo por la burla a sus palabras que trataban de mantener el tono más serio posible; la primera vez que tal noticia hizo revuelo, y él sin dudar se la comentó, ella no hizo otra cosa que restarle peso a la situación. Incluso, la primera impresión que él tuvo fue que en realidad no le importaba un pepino. Por esa razón, cuando el tema no floreció, y continuó con la negativa de siquiera opinar sobre el mismo, terminó cualquier intento de reavivarlo.

- Andrés, las mujeres no se tienen que para nada y no eyaculan como los hombres. Además, tenemos hijas no hijos.

Esta afirmación lo indignó por más de una razón. No solo por la obviedad de que solo tenían hijas, sino porque había dicho que “las mujeres no eyaculaban como los hombres”. ¿Acaso las mujeres eyaculaban? Tema bastante curioso en cierto sentido, pero que alejó rápidamente, pues a la larga era irrelevante para él. Optó por un tono más calmo.

- Ese es el problema. Si tuviéramos hijos no estaría tan preocupado, pero las niñas…

- Mira Andrés, las cosas son así de fáciles. Como dice la circular, es una ley. La solución rápida sería irnos del país, a algún lugar donde dicha educación no exista. ¿Podemos darnos el lujo? No, ¿cierto? Así que, por ahora, tendremos que cruzar las manos, y estar pendientes de qué es exactamente lo que les van a enseñar.

Un leve silencio se hizo en la sala de la casa. La voz moderada y que apaciguaba cualquier intento de discusión, daba las puntadas finales. De cualquier manera, esto no evitó que las fosas nasales de Andrés se abrieran en una respiración agitada, y los puños se le cerraran con bastante fuerza; ella tenía razón. Solo quedaba esperar. Después de todo, no iban a cambiar la educación para bien de toda una nación desde su pequeña sala. Además, todo este cruce de palabras le trajo la idea a la cabeza, no sin bastante temor, de que su mujer tenía inclinaciones de izquierda o hasta socialistas.

Las palabras se habían agotado, y Doris, ni corta ni perezosa, fue a comprobar si su pequeña, en su cuarto, había terminado de almorzar. Luego verificaría la hora para calcular cuánto le quedaba para salir a recoger a su otro retoño al jardín.

Andrés se fue a su habitación, y no perdió tiempo en tomar su celular y ponerse a “discutir” en redes sobre tal descaro del Estado colombiano, que cada vez perdía más el rumbo y los valores, y cómo ahora afectaba al núcleo de la sociedad: la familia; su familia.

A pesar de sus sospechas sobre Doris, lo que este preocupado hombre no sabía, era que su mujer no tenía un pensamiento socialista, comunista o de izquierda. De hecho, era tan tradicional como él. Bueno, casi. Porque ese angustiado ejemplar de masculinidad, padre de dos hijas y esposo de una mujer respetuosa dada a evitar problemas, nunca sabría cuan insatisfecha sexualmente estaba ella desde hace años y años; cómo, utilizando ese aparatico que él tenia en las manos, descubrió que sí, que las mujeres podían tener una eyaculación similar a los hombres; que sí, que podían tener orgasmos solo a través de estimular sus senos; un montón de sís, que él siquiera podría imaginar. Aun peor, el jamás, en el resto de vida que le deparaba junto a Doris, descubriría los diversos jugueticos que lo reemplazaban a causa de su ineptitud e incompetencia en la cama.

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Fuente de inspiración:





martes, 12 de abril de 2022

La aguja en el pajar

Vivi, como toda colombiana, desde pequeña se vio avasallada por aprender inglés como segundo idioma. Cosa por demás común, excepto porque a ella le gustaba. Cuando creció un poco, mamá, viendo su inclinación a los idiomas, la patrocinó a aprender italiano; papá sin perder el tiempo, la metió a un curso de alemán. Esto a Vivi le abrió de par en par las puertas del mundo, y su voracidad la llevo a viajar y a conocer cientos y cientos de personas, al tiempo que expandía su repertorio idiomático. Francés, italiano, hindi, algo de chino, japonés y ruso. Incluso exploró idiomas nativos como el Quechua, Guaraní y Náhuatl. Ya en su vejez, después de haber recorrido más de media geografía terrestre, se sentía del todo satisfecha. Bueno, casi. Pues no solo era ya pensionada, y había trabajado, entre otras cosas, como traductora, guía turística, editora de libros, y, por su puesto, profesora. Lo único que se le escapó, y estaba segura que tal vez ni existía, o de existir nunca lo alcanzó, o si lo alcanzó nunca lo entendió, fue el idioma del amor.

lunes, 11 de abril de 2022

Una linda bebé

Evy veía a su pequeña patinar y dar vuelta tras vuelta en la pista. No era de las primeras, y tampoco de las últimas, lo cual le daba no solo tranquilidad sino satisfacción. Ya solo quedaban unos veinte minutos para que se fueran derechito a estirar y cambiarse los patines por zapatos. Veinte minutos que serían eternos. No solo por los cuatro meses de la misma rutina de sábados y domingos, sino porque su hija se llevaba toda su atención. “Egoísta” se repetía continuamente, al usar a su retoño como distractor de lo que la rodeaba.

Normalmente solo un padre de familia, tal vez un hermano o tío, acompañaban a los nuevos deportistas. Aun así, su incomodidad le apuntaba justo al corazón desde diversas direcciones. Primero, por los papás que se hacían responsables de sus hijos en aquellas actividades. Ella no podría contar con eso nunca. Ya de por sí su madre la ayudaba con los otros dos niños. Seguido de esto, estaban las parejas que venían juntas. La emoción que en ella nacía cuando Danna corría era tan personal, tan injustamente personal, pues la alegría o tristeza no podía compartirla con alguien. Y así esas parejas se distrajeran en sus celulares, las ovaciones como las fotos eran recurrentes, y ella tenía que conformarse con saludos entusiastas cuando su hija pasaba cerca de ella y no estaba totalmente concentrada. Tercero, y más doloroso, el momento de partir después de las clases (algo similar a cuando la recogía en el colegio los días que trabajaba medio tiempo), las familias plenamente conformadas por un papá y una mamá. Y así no todos fueran felices en su intimidad, y esas sonrisas fueran momentáneas, no podía evitar no fijarse en esos defectos que sentía, reinaban en su vida.

“¿Qué hice mal Dios mío?”, susurró para sí misma mientras miraba las antiguas conversaciones con dos de los padres de sus hijos en WhatsApp. Conversaciones que en general terminaban en discusiones de alto tono por las demandas de alimentos, como las chocantes insinuaciones. Llegaban, la ilusionaban, la utilizaban como plato de segunda mesa (pues el par de hijueputas tenían pareja – uno se había casado -), y después a llorar como una idiota por creerles. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué caía de vez en cuando?

En la familia de Evy creían que estaban malditas, pues ella y su hermana no solo no conocieron a su padre, sino que, del lado de la madre, tampoco a su abuelo. Eran una línea hereditaria de mujeres que por alguna u otra razón terminaban criando solas a su descendencia. Además, con excepción de ella, su hermana también había tenido una hija. Al menos, como irónica consolación, sus dos pequeños eran varones, lo cual aseguraba que no serían abandonados, no así que ellos fueran los que despreciaran la responsabilidad paterna.

Esta superflua satisfacción fue interrumpida por su pequeña que ya comenzaba a hacer los estiramientos en grupo, y solo podía imaginar en cómo ella también sufriría. Era una extraña resignación, pues su abuela no fue capaz de hacer entrar en razón a su madre, y su madre tampoco a sus hijas. Si algo fallaba, no sabían qué era; de saberlo, no tenían idea de cómo corregirlo; de saber cómo, simplemente no funcionaba.

La frustración se ahondó en rabia por lo injusto que era ser mujer. No era solo el riesgo de embarazo, mientras ellos se dedicaban a la parte divertida, sino que podían dejarlas a la deriva con, inicialmente, nueve meses de dolores, náuseas, vómitos, hinchazón corporal, y ni hablar de la montaña rusa de emociones, la dificultad de movimiento, y el paso final por dar a luz. Y nosotras, ella, ¿dónde quedaba después de dar su corazón, ser fiel y dar lo mejor de sí en todas sus relaciones, por esporádicas que fueran? Tal vez ahí estaba el error, en darlo todo de sí, pero de no hacerlo, un sentimiento de traición a sí misma afloraba inevitablemente; pues si el otro fallaba por alguna circunstancia, ella tendría la cabeza en alto por un comportamiento correcto. Cabeza en alto que le costaba su salario mensual y casi nunca alcanzaba. No sabía muchas veces cómo pasaba el mes.

“¿Debí abortar?”. Otra pregunta recurrente que borraba de su mente al contemplar a su progenie en diversos espacios saltando, jugando, riendo, abrazándola y diciendo sus primeras palabras. Lo mismo ocurría con sus picardías o travesuras, con sus errores y faltas. Simplemente eran niños aprendiendo. Ella también era algo así. Un adulto que aprende, pero que pagaba mucho más caro las equivocaciones.

“Hola bebé” recitaba un nuevo mensaje de Jhon. Un chico nuevo del trabajo. Veinte años. Alto y moreno. Cabello liso y ojos café. Nada especial, más allá de mostrar interés por ella y tomar confianza rápidamente. Demasiado rápido para su gusto. Pero siguió interesado después de que ella le contara durante los almuerzos que tenía tres hijos. O tenía una máscara realmente buena, o simplemente no se vio afectado por ello.

“Hola tú”. ¿Será el correcto? Intuía que no. Primero, porque ella era cinco años mayor, y no necesitaba colágeno en el momento. Además, su mamá siempre se lo dijo, el que duerme con niños, amanece orinado. Segundo, porque después de enrollarse con dos del área de psicología, tuvo que coquetearle a su jefe para que le mantuviera el puesto. ¡Un poco más y tendría que haberse acostado para que no la echaran! Aunque la idea, tampoco le sonaba tan mal. Pero era un riesgo que no estaba dispuesta a tomar… ¿O sí?

¿Por qué ser mujer y acostarse con hombres es ser una puta, pero un hombre que se acuesta con muchas es el putas? Y aun así ahí radicaba su problema: su entre pierna caliente. O no, su entrepierna que era libre de querer tener sexo casual, pero ella terminaba ilusionándose. ¡Mierda! Al final de cuentas ella no hacía mal las cosas. Era trabajadora, fiel, buena mamá, y los kilitos de más por sus embarazos no la afectaban mucho, ¿verdad? Al menos a Jhon tampoco le importaba demasiado.

- ¡Listo ma!

- ¿Cómo te sentiste hoy en patinaje?

- Super.

- Bueno, vamos.

- ¿Con quién hablas ma?

- Con un amigo del trabajo.

- ¿Otro papá?

La pregunta la sacudió como una cachetada. ¿Así la veía su hija? ¿Como una mujer en busca de hombres para darles un papá? ¿O era el hecho de que ella deseaba uno? Demasiadas preguntas de un solo halón, y lo máximo que pudo hacer fue devolver la pregunta. Mala idea.

- ¿Por qué dices eso amor?

- Pues porque todos, con los que sales y los que te mandan fotos desnudos a cada rato, te dicen bebé.

domingo, 10 de abril de 2022

Inevitable

- Hazlo.
- No, que no quiero. ¿Sabes lo que pasará si nos pescan esta vez?
- ¡Obvio sé lo que nos pasaría! Ya te lo he dicho y repetido infinitud de veces, pero sabes que tú también quieres hacerlo tanto como yo.
- Sí, sí, pero…
- ¡¿Pero qué?! Igual no hay salida. Insistiré e insistiré hasta hartarte o volverte loco, y al final lo harás. ¿No?
- …
- Entonces, comienza.
- No quiero, por favor. No me obligues. Simplemente, vete y ya.
- Pequeño tonto. Si pudiera lo haría. Pero ya sabes, tengo mis limitaciones. Además, la única forma en que me iré, será cuando lo hagas. ¿Captas?
- Eres cruel, ¿sabías? Y si lo hago, igual regresarás. Eres un maldito desgraciado.
- Cruel, desgraciado, llámame como quieras. Pero así son las cosas. Resígnate.
- …
- Puedo seguir aquí cuanto me plazca. Tú decides.
- Lo haré… Lo haré… Lo haré…
- Eso, buen chico. Y no llores esta vez. Me das lástima. Me da lástima tener que ser tú.
- Ojalá que fuera la última vez que mate un animal solo para te vayas de mi cabeza… Pero sé que volverás…

sábado, 9 de abril de 2022

Un misterioso castigo

Aquella noche volver a la casa materna fue el último pensamiento y deseo que pasó por la cabeza del Padre Andrés. Un atisbo de inocencia que sobrevivía en su corrompido interior, y que le infundió la fuerza suficiente para aferrarse al metal a pesar del dolor; a pesar del arrepentimiento de una vida digna que en algún momento torció el camino, y que aquella funesta noche llegó al culmen de la depravación. Al otro día, algunos afirmaban que fue un acto de un grupo de satánicos. Otros, que sabían que el padre tenía sus andadas, y el mismísimo diablo vino a reclamar lo que le pertenecía por derecho. Unos pocos, que al final de cuentas, el viejo le cubría ya desde hace tiempo muchos pecados a Rodríguez y sus cómplices, y este era el costo por haberles fallado. Los más osados y creyentes de esas tierras pachunas, que hace ya tiempo el padre dejó de ser un ser humano, para adoptar una vida de bestia chupa sangre. Y aunque por mucho que se especuló, nunca se supo el por qué, aquel anciano, que en algún momento había entregado su vida a Dios, amaneció aquel domingo de ramos pegado, a la puerta entreabierta de La capilla Divino Niño, con el cuerpo totalmente calcinado, el hábito intacto, y una monstruosa mueca de horror.

viernes, 8 de abril de 2022

La forma correcta de vivir

Desde temprana edad aprendió a decir siempre sí tanto a su mamá como a su papá. También a sus abuelos y tíos. En el colegio, reconociendo la autoridad, le decía sí a sus maestros, al coordinador y al rector. En la universidad, igualmente, lo hizo con profesores y estudiantes de semestres superiores. En el trabajo marcó sí en el contrato, junto a otro sí para sus jefes. A una mujer le dio el sí a sus intenciones iniciales; en el altar y en la intimidad. Al final de su vida, cuando retomas todos los hechos hasta ese momento, sea porque el fin se acerca, sea porque tienes por fin un alto en la carrera del existir, se dio cuenta que a la única persona que nunca dio un sí, fue a sí mismo.

jueves, 7 de abril de 2022

Por uno que se pierde, diez aparecen

En un inicio la furia lo asaltó, pues no había recibido el celular que pidió. Aún peor, era un aparato de gama media inferior al que tenía actualmente. Sin embargo, decidió revisarlo a profundidad para ver si, al menos, podía recuperar algo de su dinero; idea última que se desvaneció al revisarlo a profundidad. La sorpresa sobrevino al llegar a la galería, donde una buena docena de imágenes le daban la bienvenida a los más oscuro del ser humano. Mujeres y mujeres sometidas de todas las formas concebidas por una retorcida mente, las cuales pasaba sin cesar como timeline. Y lejos de pensar en la posible ilegalidad de aquel material, de denunciarlo o simplemente borrarlo, lo consideró como un pago de equivalencia considerable por su pérdida económica. Acto seguido, se dirigió al baño, enrolló papel higiénico, desabrochó el botón de su pantalón, bajó el cierre de la cremallera, seguido del pantalón, al tiempo que comenzaba a sentarse en la tapa cerrada del inodoro.