miércoles, 27 de abril de 2022

Una amarga libertad

Hizo un recorrido lento y meticuloso por cada objeto que iba a empacar en la maleta. Al final de cuentas, no eran demasiadas cosas. Le había tomado más tiempo seleccionar detenidamente aquello que necesitaría en su partida que empacarlo todo. Lo importante, en resumen, era llevar aquello que menos le causara incomodidad y le pesara. Irónico, lo que realmente le costaría llevar era los sentimientos encontrados y los recuerdos de esta vida que pensaba abandonar.

Mientras comenzaba a doblar un par de pantalones y camisetas en rollos lo más compactos posible, su mirada no podía desviarse de la foto en la mesa de noche. Allí estaban ellos; sus dos pequeños y su esposa. Cuando se fuera, los niños, al llegar del colegio, no lo encontrarían en casa. Seguramente el golpe de saber que papá se fue, sería un choque con la realidad. Una cachetada de la vida. Egoístamente eso esperaba. Era lo mejor. Él lo sabía, al igual que ella, pues las peleas continuas y las discusiones que subían de tono cada vez, reventaron cuando lo golpeó.

“Me obligaste a hacerlo David, lo sabes. ¡Es tú culpa!”. Palabras que le retumbaban en la cabeza, mientras sangraba por la nariz y otro poco se escapaba de los rasguños de las mejillas, a la par que los ojos de su hijo mayor lo juzgaban por no ser capaz de defenderse. De ser un hombre, pero no en todo el sentido de la palabra, pues gozaba de una voz débil y una mano floja. Una “nenita”, “florecita”, “mariquita”, la “verdadera mujer de la relación”. Eso era lo que pasaba por su cabeza, no en vano lo había escuchado de labios hasta de sus padres. Lo más extraño y a la vez entristecedor era pensar que tu propio hijo, con apenas diez años, era capaz de verle con tal pena.

Cuando pasó a la ropa interior y las medias, revivió lo sedoso de las sábanas, lo acogedor de las cobijas y la protección de la colcha. Igual que la comodidad indescriptible de las almohadas, así como la calidez del pijama y las pantuflas. Todo confluía en una única idea de descanso, de paz. Idea que se mostró real los primeros días, meses y años de convivencia. Nunca pasaron de una que otra discusión sin relevancia o trascendencia. De hecho, la estable relación que proyectaban y vivían era envidiada por más de uno de sus amigos, entre chiste y chanza, se equilibraba por esa sumisión y dedicación comprometida de la que era objetivo de burlas. Sin embargo, esa ensalzada estabilidad comenzó a tambalearse después de Carlos, su primer hijo, y terminó por colapsar del todo cuando llegó María, la pequeña.

Con un par de zapatos sería suficiente, pues llevaba puestas unas zapatillas deportivas. Cerró el espacio principal de la maleta, y en los bolsillos fontales y laterales, de tamaño medio y pequeño, comenzó a meter cepillo, crema dental, hilo de dientes, enjuague bucal, champú, jabón, perfume, desodorante, etc. Todo lo necesario para lucir bien; para ese exterior que todo conquista, pero que funciona como fachada a ese interior en ruinas. Se preguntaba si toda ruptura se sentiría así, pues era el primer matrimonio que había tenido, y tanto luchó por este que no le quedaba motivación alguna en pensar en otro a futuro, ni nunca.

Era por el dolor. Ese que aumentaba con cada paso que daba en la casa, con cada esquina de aquella arquitectura que se traducía en momentos que nunca borraría; ese que trataba de evitar escapando, pues era la única salida posible que le quedaba. Más de un año de consejería, medio de psicólogos, seis de diálogos. Todo falló. Por su puesto, entendía que huir era la opción del cobarde, pero la única que le quedaba en su razón; en su corazón. ¿Una separación? Con la maleta en la mano y a punto de cerrar la puerta tras de sí, era demasiado tarde. Tal vez, la única muestra de valor que podía hacer era no volver atrás, y aun así lo hizo.

Divisó desde el frente los dos pisos, la puerta de entrada y la del garaje, el pequeño jardín, los colores blanco y verde de la fachada, que nunca se le antojaron feos a pesar de contrastar de manera desvaída; del techo en forma de “v” invertida, como en las películas americanas… En fin. Todo era, había sido, tal vez, solo un sueño. Le quedaba al menos la satisfacción de dejar todo limpio. Tan perfectamente, que una pizca de engreimiento lo colmaba lo suficiente para saber que hacía lo correcto.

Por último, recorrió mentalmente, una vez más, todo lo que llevaba en la maleta. Pues una nueva vida, a su edad, conllevaba una preparación necesariamente calculada. Y no, no le hacía falta nada. Nada que no le sirviera. Llevaba lo realmente necesario, excepto, por su puesto, el corazón de ella. Debía quedarse en el pasado. Ese pasado del que era prisionero de la violencia, de la humillación, de ser pisoteado. Ese pasado que, a pesar de tener un bello y precioso preámbulo junto a ellos; a ella, cerraba con no reconocerse como ser humano. Con sentir que perdía la dignidad. Ahora, en esa libertad algo oscura, se proponía recuperar el tiempo perdido de alguna forma, aunque no tuviera certeza de cómo comenzar desde cero.

Toda esa amalgama de emociones le llenaban de la voluntad de despedirse para siempre. De dejar ir, como se declaraba popularmente. Por eso se quedaría allí, con todas las otras cosas. Ese corazón que ya no le pertenecía, ni el pasado que evocaba. No. Ese corazón debía permanecer en esa casa, en esa habitación, en ese cuerpo en el cual ya no palpitaba.

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