lunes, 25 de abril de 2022

El dilema de Doña Carmen

Sentía que no solo la mala suerte le caída de golpe, sino peor, que un tipo de maleficio, como un mal de ojo, iba progresivamente haciendo más miserable su vida. Y ese día fue más evidente que nunca; era el signo definitivo de que Dios la había abandonado. ¿Por qué? No encontraba su monedero.

Cuando buscó en su bolso, un pequeño infarto le presionó el pecho. Allí estaban las dos llaves de su cuarto, unas monedas de un centavo (que al día de hoy no servían para nada), el ungüento para las heridas y los juanetes, un Vik VapoRub que se aplicaba con regulación para la rinitis, y un cortaúñas; del monedero nada.

La seguridad de una memoria casi prodigiosa que le permitía recordar prácticamente todo, a sus setenta años, le generaba una profunda angustia de dónde había ido a parar el pequeño contenedor de dinero. Primero pensó, como es comprensible, que lo había dejado en un lugar aleatorio, en una resignada aceptación de que los años no llegaban solos. Desecho tal idea cuando recordaba, con bastante exactitud el itinerario del día, donde el único momento en que lo había sacado fue en la tienda de Don Pablo al comprar el pan del desayuno. Por ello, y a pesar de tener la certeza que, de habérsele caído en el camino, ya tendría que echarle tierrita a la posibilidad de recuperarlo. Sin embargo, de quedársele allí, Don Pablo se lo devolvería.

Tal camino de regreso sobre sus pasos, no podían estar libres de pensamientos amargos. Tales procesos en su cabeza tomaban mayor auge conforme había envejecido. Era no solo consciente de ello, sino que no ejercía la más mínima represión ante aquellos impulsivos reproches. Por ejemplo, el día que se le había acabado el gas en la noche, maldijo el mismo instante en que sus hijos se fueron para Bogotá y a duras penas la visitaban, allá en su cuchitril, para estar más pendiente de sus necesidades. Amargas conclusiones que acompañó en esa ocasión de un igual amargo y frío tinto. En otra oportunidad, se cayó de bruces en medio de la estatua de la Naranja, y la falta de solidaridad para ayudarla a levantarse, lo achacó a que las cosas habían cambiado, y en su época, todo era diferente. Pero incluso, en esas circunstancias, sus hijos tampoco la ayudarían de ser necesario.

Todos los alegatos y quejas que encontraba por una y otra razón terminaban en sus hijos. Dos hombres y una mujer que decidieron liberarse del todo de ella, y que la dejaron apenas viviendo del arriendo de una casa. Blasfemaba, mentalmente, por recordar aquel lujo que era suyo y al cual no podía acceder, pues de vivir allí, en tal mansión, no podría pagar en absoluto servicios, y ni hablar de la comida. ¿Quién ha escuchado de una pachuna que viva en una casa lujosa y se la rebusque en la misericordia de otros? ¡Qué vergüenza! Cuanto anhelaba las épocas de la bonanza, a pesar de que el líder fuera un narco, pues cualquiera de esos bandidos podría pagar lo que realmente el arriendo. Dejarla a precio de huevo fue la única opción viable para asegurar los pagos. Y ni subirle un poquito se atrevía, vaya y se le espantaran los arrendatarios.

- Buenas tardes Doña Carmen. ¿Qué me la trae de nuevo por aquí?

- Don Pablo. Qué pena con sumercé. ¿No se me habrá quedado por aquí mi monedero?

- No Doña Carme. Sumercé lo metió ahí – hizo un movimiento con la boca, apuntando al bolso –. ¿No me diga que se le perdió?

- Sí Don Pablo. No lo encuentro en ningún lado.

- Pues no puedo decirle que se vuelva por donde vino mirando pal’ piso, porque supongo que de allá viene.

- Sí – dijo Carmen con un suspiro de total resignación.

- Doña Carmen, no se me preocupe tanto. Sí sumercé necesita algo, yo le doy crédito. ¡Ni qué fuéramos desconocidos!

La amabilidad del tendero era común para ella. Más que la norma, era el hecho de conocerlo prácticamente una vida, pero en el momento ella tenía en la despensa lo suficiente hasta el próximo pago del arriendo. Tal razonamiento solo le hizo hervir la sangre una vez más. Ella necesitaba urgentemente el contenido del monedero para sus cosas personales. Si no lo conseguía, estaba segura de que colapsaría.

- Mi Dios me le pague. Cuando necesite algo urgente, yo vengo y le cuento.

- ¿Segura Doña Carme?

- Sí Don Pablo. Chao pues.

- Chao pues, y dele otra revisadita al camino.

¿Otra revisadita al camino? Si a pesar de que se hallaba refunfuñando durante todo el trayecto a la tienda, casi caminó totalmente jorobada buscando el condenado monedero. No había duda. Lo había perdido, y cada paso que daba de vuelta al cuarto, representaba un dolor que le hacía hundir el pecho, pues no veía en ningún lado el preciado objeto.

Cuando entró la desesperación la embargo rápidamente. Necesitaba el monedero, ¡y lo necesitaba ahora! No podía esperar más. Así, que contraria a la analítica que tendía hasta el momento, se salió entre los chiros. Comenzó a sacar la ropa del baúl, bellamente doblada, prenda por prenda, y a revisarla a fondo, incluso si estas no tenían bolsillo alguno. Cuando terminó con él, continuó con un pequeño mueble de tres cajones, en los que guardaba zapatos, medias y ropa interior. Nada. Continuó con la cama. Sacudió cobija por cobija. Cobija que revisaba, terminaba en un rincón con el resto de cosas descartadas. Aun nada.

Fue a la cocina. Miro las ollas, los vasos y pocillos, las sartenes, y cuánto objeto llegara a sus manos, con o sin la posibilidad de ocultar el monedero. Con cada cosa que descartaba la furia crecía, y, así mismo, su agresividad, pues cada vez lanzaba más lejos y con mayor fuerza todo a los rincones. La cara se le congestionaba, y lágrimas de rabia se combinaban con la frustración enmarcada en sus manos que habían pasado ya como un huracán por el baño, e iban recorriendo ahora cada matera. Si no existiera un atisbo de sentido común, no habría dudado ni un segundo en arrancado todas y cada una de sus plantas de raíz, sospechando que alguna fuerza maligna se atrevió a esconderlo en el fondo de la tierra. Aun así, sus manos lastimadas y ennegrecidas, eran la evidencia de su desesperación.

Al terminar por voltearlo todo, y a sabiendas de la salvaje necesidad de su monedero, la locura parecía apoderarse de ella definitivamente. Se quitó el largo y arrastrado vestido, desgarrándolo palmo a palmo con sus rechonchas manos, como si entre los hilos de la tela o los remiendos llegara a encontrar su objetivo. Lo mismo hizo con los calzones, destrozó el sostén y, de tener la fuerza suficiente, habría hecho lo mismo con los zapatos. Las medias no tuvieron tanta suerte.

Desnuda, y con el frío atenuado por la cólera, la respiración comenzó a faltarle. Luces de colores se presentaban a sus ojos, mientras la cabeza le daba vueltas. Pero ahí, en ese justo instante en que juraría que el desmayo, si no es que algo peor, la derrotaría, una última esperanza, al menos para apaciguar sus necesidades se presentó.

Fue al baño, cuchara en mano, y buscó una pequeña caja que llevó de inmediato a su habitación. Sobre el mueble de la ropa interior descargó dos pequeñas aspirinas. Las partió con la cuchara casi hasta pulverizarlas y les agregó un poco de talco para pies. Luego, tomó un poco, haciendo una montañita en su dedo índice, con todo el equilibrio propio de un malabarista, y lo inhaló profundamente con el mayor gusto y placer del que ella podría esperar. No era una solución total, pero al menos si un placebo para engañarse a sí misma. Para engañar a su cuerpo, hasta encontrar el monedero o algo de plata.


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Idea generada por una anciana que vi en la calle mientras contaba el dinero de su monedero. Así de simple. Luego retorcí el resto.

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