miércoles, 20 de abril de 2022

Un dolor que no se va

Le rascaba. Le ardía. Le dolía hasta más no poder. Había iniciado con apenas un roce en su infancia. Pero conforme avanzaba el tiempo, no solo crecía él, también esa horrorosa sensación, a tal punto que no surtieron efecto las cremas, los ungüentos, los aceites, las infinitas recetas caseras que le aplicaron. Ni los dermatólogos, ni los psicólogos, ni tampoco los neurólogos dieron con alguna solución efectiva. El dolor solo iba y venía a su antojo, pero a cada regreso, agregaba una gota de dolor que amenazaba con desbordarse. No, no y ¡No! El sufrimiento era tal, que se le nublaba muchas veces la razón. En definitiva, su brazo derecho, era un infierno en la tierra.

Esa parte, ¡ese maldito brazo! No lo dejaba vivir. Y ese era el principal problema, tener que seguir viviendo así. Era, el brazo o él. Ese maldito bulto que se había vuelto innecesario, o el resto de su cuerpo que sufría las consecuencias de su existencia defectuosa, imperfecta, deficiente, innecesaria. Y con el aire del ímpetu y la decisión, a causa de una vida en la cual no se veía una luz de tranquilidad en el horizonte y, sin pensarlo dos veces, tomó el cuchillo más grande de la cocina. ¡Tenía que cortarlo! ¡Acabar con todo de raíz y para siempre! Colocó entonces su extremidad en la mesa. Apretó la mano con toda la fuerza, impulsado con el mismo tormento que ese brazo le había obsequiado por años.

Primero cerró y cerró la piel y el músculo, mientras la sangre manaba de manera impiadosa. Sentía como el suplicio que producía el cuchillo en los nervios, se anulaba con la necesidad demente de no parar. De no arrepentirse. Luego, se topó con algo duro en ese festín de líquido rojo. ¡El hueso! Así que comenzó a levantar el arma y a bajarla frenéticamente cual guillotina, para acabar con todo. Pues, de superar ese obstáculo, solo otra porción de tierna carne bastaría. Crack, crack, crack.

Terminó después de varios minutos su salvaje, pero a la vez sosegada acción. Y al cerrar los ojos para respirar profundamente en un acto de victoria definitiva, el horror lo colmó hasta casi hacerle explotar la cabeza, cuando volteó a ver dónde había quedado su brazo cercenado.

No había sangre. No había restos de piel o músculo, mucho menos una extremidad separada de su cuerpo. Ni siquiera un mínimo de algún líquido en el cuchillo que llevaba en la mano izquierda. No. Lo que sí había eran marcas profundas, surcos irregulares, tanto recientes como viejos en la mesa; todo hecho con algún objeto muy afilado. Objeto que él sabía, tenía en su mano. ¿Y su brazo derecho? Simplemente no estaba allí. Y bajando por su hombro, hasta su codo, lo esperaba burlonamente un horrible y mal formado muñón.

Triste, y con la mirada en dirección al piso, dejando el arma del delito en la mesa, caminó lentamente hasta dejar caer pesado su cuerpo en el sofá de la sala. Lágrimas comenzaron a languidecer por sus mejillas, no solo porque no sabía hace cuanto había logrado el cometido de arrancarse esa parte del miembro, no; lloraba, infinitamente desconsolado, porque aún le dolía su brazo derecho.

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