Esa parte, ¡ese maldito brazo! No
lo dejaba vivir. Y ese era el principal problema, tener que seguir viviendo
así. Era, el brazo o él. Ese maldito bulto que se había vuelto innecesario, o
el resto de su cuerpo que sufría las consecuencias de su existencia defectuosa,
imperfecta, deficiente, innecesaria. Y con el aire del ímpetu y la decisión, a
causa de una vida en la cual no se veía una luz de tranquilidad en el horizonte
y, sin pensarlo dos veces, tomó el cuchillo más grande de la cocina. ¡Tenía que
cortarlo! ¡Acabar con todo de raíz y para siempre! Colocó entonces su
extremidad en la mesa. Apretó la mano con toda la fuerza, impulsado con el mismo
tormento que ese brazo le había obsequiado por años.
Primero cerró y cerró la piel y
el músculo, mientras la sangre manaba de manera impiadosa. Sentía como el suplicio
que producía el cuchillo en los nervios, se anulaba con la necesidad demente de
no parar. De no arrepentirse. Luego, se topó con algo duro en ese festín de líquido
rojo. ¡El hueso! Así que comenzó a levantar el arma y a bajarla frenéticamente
cual guillotina, para acabar con todo. Pues, de superar ese obstáculo, solo
otra porción de tierna carne bastaría. Crack, crack, crack.
Terminó después de varios minutos
su salvaje, pero a la vez sosegada acción. Y al cerrar los ojos para respirar
profundamente en un acto de victoria definitiva, el horror lo colmó hasta casi
hacerle explotar la cabeza, cuando volteó a ver dónde había quedado su brazo
cercenado.
No había sangre. No había restos
de piel o músculo, mucho menos una extremidad separada de su cuerpo. Ni siquiera
un mínimo de algún líquido en el cuchillo que llevaba en la mano izquierda. No.
Lo que sí había eran marcas profundas, surcos irregulares, tanto recientes como
viejos en la mesa; todo hecho con algún objeto muy afilado. Objeto que él
sabía, tenía en su mano. ¿Y su brazo derecho? Simplemente no estaba allí. Y
bajando por su hombro, hasta su codo, lo esperaba burlonamente un horrible y
mal formado muñón.
Triste, y con la mirada en
dirección al piso, dejando el arma del delito en la mesa, caminó lentamente hasta
dejar caer pesado su cuerpo en el sofá de la sala. Lágrimas comenzaron a
languidecer por sus mejillas, no solo porque no sabía hace cuanto había logrado
el cometido de arrancarse esa parte del miembro, no; lloraba, infinitamente
desconsolado, porque aún le dolía su brazo derecho.
👍🏻
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