sábado, 16 de abril de 2022

Matilda

Matilda parecía más mágica que nunca. La cuarentena no minimizaba ni un ápice su existencia única. De hecho, su esbelto y ágil cuerpo se veía mucho más libre que antes al darse esas escapaditas de casa y recorrer los balcones y techos vecinos; las callejuelas, andenes y, en general, todo espacio desembarazado de nosotros. Esto era lo que imaginaba, de no alcanzarla a ver, la abuela, en su silencio constante y desde el vaivén de la mecedora. Se llenaba la cabeza de imágenes de exploración, de lugares en donde solo un felino podría llegar. De sus aventuras con otros gatos que la extenuaban a tal punto, que únicamente regresaba a casa para comer, descansar, y volverse a ir. Y así pasaba los días de aquel encierro, entre la monotonía de su movimiento continuo, con los números de radio, televisión y cualquier aparato que registraba el aumento de los casos diariamente; las palabras irritadas de una hija que ahora mezclaba el trabajo con los quehaceres hogareños, y la nieta igualmente irritada por su frustración ante la educación virtual; un montón de situaciones que enmudecían al lado de Matilda y su magnífica vida más allá de las rejas. Sin embargo, tal aislamiento terminó en poco más de tres meses (que realmente se sintió como varias eternidades), y cuando su hija y su nieta la sacaron finalmente a la luz del sol, en respuesta a la icónica pregunta de ¿cómo te sientes mamá? ¿Cómo te sientes abuela? Ella solo pudo resoplar un sonoro “Miau”.

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