jueves, 28 de abril de 2022

Cuestión inocente, profundidad imprevista

Cuando Rubén murió, el hecho sorprendió a todos. En la reunión, después del entierro, su madre desconsolada no hacía sino mirar todas esas fotos que componían durante años y años lo que ahora yacía metros bajo tierra. El padre, de humilde origen y profesión, apretaba los puños como preparándose para que, en cualquier momento, al darle cara, fuera a someter la vida misma a su furia. La esposa, abnegada mujer, le quedaba la consolación de haber dado todo de sí desde que lo conoció. Ese era el espectro general del lugar. Desde primos a sobrinos, de amigos a meros conocidos, que alimentaban un ambiente enrarecido por la melancolía y el estupor. Eso sí, por lo bajo, no faltaron las teorías del suicidio, pues de ningún modo, nadie, había logrado percatarse con antelación de un síntoma de depresión o algo por el estilo. No al menos de algo contundente. Solo la muerte se llevaría el secreto de ese hombre que, desde pequeño, mostró talento en casi todo lo que hacía; ese hombre que supo siempre dar su mayor esfuerzo para sobresalir en los estudios desde la tierna infancia hasta la adultez; ese hombre que callaba las dudas, y salía avante de los problemas, así el dormir resultara un mito y la tranquilidad una leyenda; ese hombre que, un día, uno como cualquier otro, a sus ya cuarenta años, había recibido de la mano de su propia hija, de apenas diez, el detonante necesario para tomar una decisión tan radical. Detonante que ella ignoraba, y afortunadamente ignoraría por el resto de la vida, pues la culpabilidad habría sido un lastre el resto de la existencia. Aquello, tan simple, tierno e ingenuo como una pregunta, pero que torció, primero con un poco de reflexión, luego con un lúgubre descubrimiento de sí mismo, la realidad misma de Rubén. “Pa’, lo tenemos todo, pero trabajas tanto, ¿cuánto debes seguir haciéndolo para ser feliz? De hecho, ¿eres feliz pa’?”.

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