jueves, 21 de abril de 2022

Un alma subyugada

El incienso inundaba la habitación, y le daba ese tono místico y pesado al ambiente. Ya las luces de las velas que la rodeaban la hacían recelar de aquel lugar, y más con las oraciones que, en voz baja, semejaban a lo conjuros que había visto en las antiguas películas de terror que tanto le gustaban a su hermano. Pero no, no era una película. No era una circunstancia en la cual los protagonistas sobreviven, o donde eres un espectador que, concentrado, puedes salirte de la trama, al entender con toda conciencia que lo que ves es falso. Y aun así, un dejo de irrealidad colmaba aquel piso en piedra. Aquellas luces sombrías que la rodeaban. Aquella ropa blanca que vestía mientras estaba sentada.

¿Cuánto más debía estar allí, entre esos “hombres santos”, intermediarios de Dios, que mantenían levantadas las palmas de las manos hacia ella? Ya había sido rociada con agua bendita, la cual desgraciadamente no extinguió ni una sola luz. Ya había pasado a su lado el cura líder (no sabía si existía un título especial para él), con un rosario en una mano y una biblia en la otra, alternándose entre el interior y el exterior del círculo, en el que ella era centro. Ya había repetido mentalmente cientos, quizás miles, de veces, que ella no quería ni debía estar allí. Intento desesperado porque sus súplicas apagaran aun más las voces de esos hombres y el tiempo transcurriera con mayor velocidad. Que ese martirio acabara lo más rápido posible.

- … aun?

No era necesario escuchar la pregunta incompleta. Para nada. Desde hace años, más de los que ella quisiera, sus padres le habían preguntado lo mismo. Después de ver a la psicóloga del colegio y a la del hospital. Después de los medicamentos que le habían recetado unos “especialistas”. Después de las clases de ballet privadas. Después de las incontables sesiones de vestidos y maquillaje. Después de las bebidas que se embutió, con la esperanza de que la dejaran en paz, de su tía. Siempre venía esa miserable pregunta, cuya respuesta indicada sabía por obviedad, pero que el orgullo la llevaba a decir la verdad, su verdad, y no el burdo embuste al que se sentiría sometida de decir lo que ellos querían escuchar. Pero ahora, ad portas de sus diecisiete años, de un posible nuevo camino si entraba a la universidad, ¿valdría la pena que reinara la vanidad? ¿Acaso el mundo no se mueve por una sarta de mentiras, como las hechas por sus padres para engañarla, y cuyo fin era llevarla a aquel lugar donde estaban ahora reduciendo su voluntad? Tal vez sí.

Haciendo entonces de tripas corazón. Sintiendo que al mínimo pensamiento sobre su infelicidad, llegaría a derramar lágrimas que no los convencerían en absoluto, inspiró profunda pero delicadamente, al tiempo que gesticulaba la cara más tierna, amable, comprensiva y sincera que pudo. Que pasara lo que tuviera que pasar.

- Sí, padre. Siento que me gustan los hombres. El demonio se ha ido. Gracias a Dios ya no soy lesbiana.

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