viernes, 22 de abril de 2022

De cómo cerrar una herida

Alexander iba pisando hormigas. Se tambaleaba al ritmo de una lacónica consciencia, entre la línea de caerse de la borrachera, y un cuerpo que, por costumbre, recuerda el camino. Y es que esa confianza se reforzaba, porque se había acostumbrado a beber a penas a cinco cuadras de la casa. No es que la distancia le diera invulnerabilidad, pero con cada ocasión en que llegaba con la cabeza en quien sabe dónde, tanto él como su esposa e hijos, estaban seguros que, como dicen por ahí, mi Dios cuida a sus borrachines. O eso creían.

Quedaban apenas dos cuadras, pero no iría más allá de eso en esa madrugada bogotana. No. De hecho, un hombre que había comenzado a frecuentar el bar, pero que tendía a consumir un mínimo y salir poco después de él, se había vuelto algo tan común, que nadie sospecharía que tal personaje tenía desde un principio como objetivo al viejo Alexander.

Lo siguió sigilosamente por las calles a la luz mortecina del alumbrado, cuya apariencia amedrentaría a más de uno a aquellas altas horas de la noche. No obstante, la sangre del perseguidor se mantenía fría. Helada. A tal punto que los pasos estaban calculados perfectamente para que en la siguiente esquina, después del primer giro a la derecha, en la única luz apagada de las callejuelas, cayera sobre su presa. Y así lo hizo.

Alex cayó de lado. La autopsia encontraría magulladuras en su hombro izquierdo. También varios morados en la cara perpetrados por el asesino. Cuestiones bastantes particulares, pues nunca se llevó nada de valor. Pero eso Alex no solo no lo sabía, sino que pensó, al menos al principio, antes de que el asalto a su memoria le viniera, que se era un mero ladrón.

- Hola Alex. Tiempo sin verte – había dicho su perseguidor. La voz revelaba que en ningún momento las bebidas le habían llegado si quiera a marear.

- Y usted… ¿Quién putas es? ¿Me va a robar? ¡Pues se jodió malparido! Todo se lo dejé a la vieja Inez en el bar – dijo todo esto, con la soberbia de la que solo un ebrio era capaz. Sin embargo, la sobriedad comenzaba a aparecer, conforme su mente buscaba lucidez a ese momento tan fuera de lo común.

- ¿No me reconoce? – La frase la saboreó tan dulcemente como si fuera el protagonista de una película –. Tal vez con esto se acuerde.

Le asestó certeros golpes al rostro que, no solo lo devolvieron de inmediato al suelo en sus torpes intentos de levantarse; lo dejaron sin ánimo ni fuerzas de siquiera pensarlo. Y mientras la sangre manaba y Alexander reconciliaba el dolor que se despertaba con la realidad que estaba viviendo, su mueca de miedo no podía contrastar mejor con la sonrisa de su agresor.

- Espera – dijo Alexander quedamente, mientras trataba, por reflejo, de tapar su rostro con el dorso del brazo. Acción inútil ante la fuerza del hombre, que lo obligaba a mirarle directamente a la cara.

- Míreme a la casa sapo hijueputa. ¿No se acuerda de mí?

- Espere… ¿Usted estaba en el bar de Inez? Usted es el man raro.

“El man raro”. Ese era el apodo de aquel sujeto de barba blanca y ojos almibarados. Era bastante delgado, incluso famélico, pero que vestía muy bien para estar bebiendo donde la vieja Inez; iba normalmente de corbata y sastre, desentonando con el ambiente barrial y popular del lugar.

- Míreme más de cerca.

Alexander sintió que, de la concentración en aquel viejo rostro, tan viejo como el suyo, dependía mucho, si no todo, esa noche. Y no se equivocaba. Aunque claro está, para mal o para bien, lo reconociera o no, igual iba a morir.

Miró detenidamente las arrugas, la calvicie avanzada, las orejas peludas, hasta respiró con profundidad el perfume tratando de descubrir quién era. Nada. Comenzaba a entrar en una desesperación, que se solapaba con la conciencia del peligro que corría. Nada. ¡Quien es este hijueputa! Pensaba desesperado. Trataba de relacionarlo con personas del trabajo, con primos, con amigos de amigos, pero Nada. Nada. No al menos, hasta que vio un detalle en su ceja izquierda.

Era un elemento nimio. Minúsculo en cierto sentido. Solo podías fijarte en tal lugar, si mirabas con detenimiento. De hecho, le pareció un tanto gracioso. Se asimilaba a esas ridículas cejas rasuradas de los adolescentes que pretendían parecerse a artistas famosos. Pero esta era diferente; esta era una marca permanente: una cicatriz. Tenía esa zona especialmente arrugada. Maltratada por el tiempo. Habría sido, en su momento, una herida muy profunda, pues se exponía a pesar de las largas y gruesas cejas del hombre.

En ese momento, una mueca de horror y de asco se marcó en Alexander. Era como si de golpe, a sus cincuenta y cinco años, hubiera envejecido una década más. El aire parecía escapársele, mientras un grito ahogado por un quejido y un nuevo golpe del hombre, le cerraban toda posibilidad de exhalar un grito de ayuda.

El hombre, se había dado cuenta que Alexander lo recordó. Sabía quien era. Y eso era suficiente para él. De inmediato, tomó con toda la fuerza que tenía su mandíbula y le metió el cañón de un arma en la boca.

- Ya me recuerdas. ¿Verdad Alex?

El pobre hombre, ya inmunizado a los efectos del alcohol, afirmó delicadamente, como si en cualquier momento la pistola se fuera a disparar.

- Bueno. Eso es todo, ya podemos despedirnos.

Por la mente de Alex, hombre felizmente casado hace más treinta años, padre de tres hombres y una adolescente, se pasó el pensamiento más claro y tangible de toda su existencia antes de que el misterioso hombre halara el gatillo: nunca se la debí montar en el colegio.

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Inspiración o referencia



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