miércoles, 4 de mayo de 2022

Árbol que nace torcido...

Él era un “chico malo”. De esos que caen ampliamente en tal calificativo, y que se encuentran en cualquier estadio económico; de los que gustan del alcohol y la droga. De hecho, las combinaba de forma precisa, en especial cada fin de semana o cuando llegaba el momento que consideraba lícito para gastar a bolsillo abierto. El modo de operación era comenzar con unos plones de hierba para relajar el cuerpo, luego unas cuantas cervezas, y cuando estas tomaban vuelo, se metía un poco de perico para pasmarse y volver al primer paso del ciclo.

Coqueteaba con lo ilegal, y no solo por aquello que nombré anteriormente. Llegaba a robar de vez en cuando en Cedritos, Mazuren, o incluso El Chicó y sus alrededores; a veces sin necesidad de hacerlo. Ya saben, solo para sentir algo de adrenalina. También lo hacia en escasas ocasiones, porque repetirlo muy seguido llevaría, con seguridad, a ser identificado en cualquier momento (si es que ya lo habían hecho ya).

Su agresividad sumada a su sentido de posesión eran una mezcla explosiva. Quienes lo seguían, solo por ganar algo de dinero sin demasiado esfuerzo, cumplían sus reglas y deseos al pie de la letra. Si eras nuevo, te recordaban, por un sentido de solidaridad y honestidad, una y otra vez, la ocasión en que, por una palabra altisonante contra él por parte de su propio hermano, una noche de copas, de un golpe lo mandó al piso, y acto seguido le cortó un dedo, sin duda o asco, de la mano izquierda. Eso sin nombrar las riñas cuando sentía que alguien lo miraba de forma rencorosa o fija demasiado tiempo. Después de todo, dominar por el miedo traía enemigos en cualquier esquina.

Buscaba chicas de bajo perfil para engatusar. Eran fáciles y se dejaban domesticar, como el decía. Al final de cuentas terminaba por botarlas rápidamente, pues lo aburrían después de haberlas sometido, y de satisfacer con ellas hasta su más bajo deseo. Pero esta selección no era del todo injustificada pues, si bien no lo confesó nunca a nadie cercano, respondía, según se decía para sí mismo, al hecho de no gastar energías innecesariamente, y concentrarlas en sus juergas, asaltos y mujeres de tercera; de esas que no tenían la importancia de la oficial, pero que valía la pena probar.

Sus presas, pues también se sentía como un animal al asecho, tendían a mostrarse retraídas frente a los grupos grandes. A maquillarse poco y estar desaliñadas. En otras ocasiones, eran de aquellas que tenían amigos impopulares, o ellas mismas eran las impopulares. Aun más fácil era identificarlas por la ropa. Todo lo que llamara la atención; que se saliera de lo común, a una tierna edad, era pan comido. Por su puesto, el lugar también era importante. Primero, los colegios y sus alrededores; segundo, lo centros de videojuegos, que por su escasez concentraban bastante audiencia; tercero, las bibliotecas, que igual de escasas, eran punto interesante de los especímenes.

El día en que todo llegó más allá del límite (si dejamos de lado el dedo que cortó a su hermano y una que otra puñalada), ocurrió con otra pobre incauta (tristemente no la última) que se rebeló más allá de lo permitido. Él, divertido al principio, tomaba esas palabras soeces como los primeros ladridos de un perro que le mide el aceite a su dueño. Se limitaba a burlarse en la cara de la chica; a no tomarla en serio, al punto de siempre retirarse y dejándola peleando con el aire. Sin embargo, las cosas escalaron ante su desenfado y respuestas sarcásticas, en comparación a el trato violento que le daba a sus compañeros, e incluso a otras mujeres.

Ella sentía que era el camino correcto. Se acrecentaba contantemente su convicción de mujer necesaria. No solo no le había colocado ni un solo dedo encima; según las malas lenguas, hasta ese punto, era la que más había estado a su lado, sin, aparentemente, muestras claras de querer separarse.

Todo el falso telón caería estrepitosamente una noche de diversión, cuando, por su henchido ego, ante una nueva burla que sintió demasiado personal, le dijo con bastante énfasis: “usted no tiene las pelotas para tocarme un pelo”. Acto seguido, lo cacheteó. Pero en ese instante, ante la luz de la cabeza caliente y la mortecina iluminación de la casa del prestante para la rumba, él se limitó, en un primero momento, a tocarse la mejilla que le acababan de golpear, para luego ver, a mano abierta, que ese golpe vino con rasguños, suficientemente profundos para hacerlo sangrar.

Sus ojos se abrieron para devorarla, pues no quería ni una sola cicatriz más en su rostro curtido de calle. Sus ojos, que proyectaban una encolerización absoluta, acompañaron una cachetada casi instantánea. Antes de que ella pudiera reaccionar del todo, yaciendo en el suelo, fue agarrada por el cabello, arrastrada hasta un muro fuera de la casa, donde, con la ira que rompía por cada poro de su cuerpo, comenzó a patearla sin misericordia, hasta que la sangre de la pobre chica le manchaba las zapatillas al agresor, e incluso salpicaba el ancho pantalón.

Nadie lo detuvo, pues si demostraba esa ira con la mujer que más lo acompañó por tanto tiempo, no imaginaban lo que haría con ellos si intentaban entrometerse.

Lo más triste, lo más absurdamente lamentable de aquel episodio, fue lo que pensó la joven, a sus dieciséis años, en los últimos momentos de aliento que le alcanzaban para pensar. Y no. No era un “te amo”, o al menos en estricta forma. Era algo más doloroso, al menos para un corazón joven.

En su cabeza solo rondaba la triste contradicción y tardío descubrimiento, de la diferencia entre idea y realidad. Pues, simplemente, los libros e historias que devoraba a diario, junto a esas bellas novelas orientales que consumía de la misma forma, no retrataban la verdad de que un hombre, “el chico malo”, prácticamente nunca, cambiaría por una mujer que lo amara de verdad.

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