jueves, 5 de mayo de 2022

En busca de la redención

Bajó la cerveza por su garganta hasta acabarla de un solo halón. Esa última botella la que sentía necesaria para envalentonarse lo suficiente. Aceleró tratando de mantener la calma todo el camino. Tomó la 11 y luego la 13 en dirección sur, esperando que la noche fuera la leal compañera que lo protegiera de todo mal. ¿Pero cuál mal exactamente? Estaba claro. El de los impíos. El de los contranatura. El de aquellos que renegaban abiertamente en contra de la creación divina y de la correcta moral.

Fueron casi dos horas de viaje, amén por el lapso nocturno donde las calles y carreras bogotanas son tan limpias como los primeros días de cuarentena. En todo el camino nunca volteó para mirar atrás. Ni siquiera el retrovisor llegó a reflejar su mirada. Era la fuerza de la convicción de que Dios lo acompañaba. Que nunca lo abandonaría. Que pasara lo que pasara, él estaba del lado correcto; a la diestra, del grupo de los buenos. Porque todo el mal del mundo se materializaba de tantas formas, que solo quedaba la voluntad pura de un buen cristiano para mantener la compostura.

Pensamientos de este corte se mantuvieron en un mantra constante, ininterrumpido, a tal punto que, al llegar al gran pastizal, de manera mecánica, abrió la parte trasera del auto, arrastró el cuerpo y lo tiró con todas las fuerzas que le daba su creencia.

El hombre en cuestión estaba amordazado; cosa innecesaria por la inconsciencia. La dosis que le había dado era suficiente para dejarlo dormido por toda la noche, sin embargo, prefería asegurarse. A pesar de llevar cuatro víctimas, de las cuales ninguno llegó a despertarse, era mejor prevenir que lamentar.

Detrás de una urbanización, tal vez la más alejada de donde había secuestrado a su víctima, como de su propia casa, se encontraba un profundo hueco muy bien camuflado. Le había tomado meses de pequeñas paradas y cortos minutos. Un trabajo calculado y paciente, como todos los anteriores. Un trabajo necesario para expiar la corrupción del mundo que llegó a entrar en su cuerpo.

Le dolía no acabar con la vida de ese ser mientras lo miraba directamente a los ojos. Eso habría sido lo ideal, pues seguramente se arrepentiría de los pecados. Pero un sentimiento egoísta quería impedir precisamente eso, pues no lo merecía en absoluto, además de que le demandaría un peligro innecesario, pues seguramente presentaría resistencia.

- Padre nuestro que estas en el cielo, santificado sea tu nombre…

Murmuraba la oración mientras apretaba, primero levemente, luego con mayor fuerza, el cuello entre sus manos. Sentía la forma en que cada fibra de sus dedos aminoraba la respiración y la circulación. Como la vida se escapaba de ese cuerpo corrupto, al tiempo que lo vivificaba a él, pero también regresaban inmisericordes las memorias de su infancia, que atravesaban su oración como puñaladas.

- ¡No, no, no! – Apretó con más ímpetu, mientras retomaba – Dios te salve María, llena eres de gracia…

Cuando el cuerpo se sintió aun más pesado, entendió que todo había llegado a su fin.

La angustia por lo que había hecho, porque este acto no fuera suficiente, lo llevó a acelerar el paso. Echar el cuerpo al hueco, taparlo con tierra, y dejar todo lo más intacto posible a la luz de la luna.

Volvió a su carro, con la convicción de que, al llegar a casa, al lecho de su amada esposa, después de un día de mucho trabajo, sería medicina suficiente para su corazón acelerado. ¿Acaso no había sido exactamente igual que antes? Se castigaba a sí mismo por la incapacidad de no acostumbrarse al simple acto de matar un ser que, con cuerpo humano, era igual que un cerdo, o algo más bajo que un animal.

Pero a pesar de sus convicciones, los pensamientos intrusivos llegaron como siempre, acompañados de un sudor que lo colmaba de calor. Como siempre habían hecho desde su tierna infancia. Como siempre, a lo largo de su adolescencia. Como siempre, durante el sexo desganado con cualquier mujer; incluso con su esposa. Y en esta ocasión, la vívida imagen era aquel hombre que acababa de matar. Era su rostro perfectamente afeitado, que con gesto de bienvenida le dejó sentarse a su lado en el bar. Eran sus ojos, que desconfiados, poco a poco ganó con una profunda conversación. Eran sus labios, que más allá de palabras, desplegaban el deseo de ser besados por él, incluso cuando sus manos le arrebataban poco a poco la vida.

Dos horas de viaje. Dos horas de sufrimiento y lágrimas por esa naturaleza que le desbordaba la vida. Dos horas a las que se sumarían varios minutos, pues, al llegar frente a su casa y guardar el taxi en el garaje, aun con el calor de los pensamientos lascivos que se apilaban con una y otra muerte, fusionándose todos esos bellos hombres en una sola imagen perfecta, se sentaría una vez más en el puesto de conductor para acabar, momentáneamente, con todo el sufrimiento, dejándose llevar por su erección.

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