jueves, 12 de mayo de 2022

A veces las cosas no cambian

Hace ya tiempo se le llamaba montársela, y cuando era muy pesado, montar la asquerosa. Tiempo después, y ya con las consideraciones del momento se llamó matoneo, y por la introducción de los americanismos, el muy nombrado bullying. Pero estos dos último iban acompañados de un discurso particular. ¿Cuál? Sencillo: el diálogo. ¡Por supuesto! Esto ya existía hace mucho, pero no con el énfasis que tiene ahora.

Este diálogo tiene como fundamento que nosotros, al ser seres humanos razonables, somos totalmente capaces de entender qué cosas están bien y cuales mal. A partir de tales distinciones, establecer acuerdos que favorezcan a ambas partes en conflicto, que permita una sana convivencia. Por su puesto, yo soy de otro tiempo, y la primera vez que tuve un choque real con esta perspectiva fue cuando Camilo, mi pequeño, entró en el jardín.

¿La verdad? Yo sufrí mucho en el colegio, y a pesar de que lo profesores siempre le apostaban a lo razonable, pues su trabajo a nivel de convivencia era de mediadores, tuve que enfrentarme más de una vez a traques… Perdón; a golpes con mis acosadores (por cierto, ese es otro término: Acoso. Que sería la traducción directa de bullying). Tal fue la adultez, tal vez el hecho de ser padre; incluso que Cami apenas entrara al jardín y que los conflictos fueran manejables, o incluso que yo, al igual que cualquier otro padre, no deseaba que mi hijo en algún punto tuviera que recurrir a la violencia. Sea lo que sea, al final de cuentas aposté el todo por el todo, desde su tierna edad hasta sus apenas doce años, a lo mismo: al diálogo. Terrible error por mi parte.

Cuando descubrimos con Marcela, ya saben, mi esposa, que Camilo se cortaba los brazos (el famoso cuting), en primer lugar, pensamos que el problema éramos nosotros. Esos brazos lacerados llenos de cicatrices blancas y rosáceas, y otras cuantas de costras café y rojas de sangre, eran una cacheta a nuestros sueños de ser padres. Por su puesto, no respondimos de manera punitiva. En absoluto. De hecho, nos acercamos a charlar con él, el por qué se lo hacía (creo que dentro de mi núcleo familiar si funcionaba eso de hablar). Ahí nos enteramos del bullying que sufría.

No quería ir al colegio porque lo consideraban un rarito. De esos raritos que tienen padres como nosotros, de bajos recursos sí, pero que pasamos tardes en una biblioteca, un museo, con música que no pasan en muchas emisoras y compartiendo películas viejas. El había adoptado estos gustos, así que lo aislaron, juzgaron, incluso golpearon. Nos contó todo.

El colegio intervino con las famosas charlas con padres de familia, profesores, psicología y rector. ¡Todo escaló tan rápido! Y no funcionó prácticamente para nada. Todo se detenía un par de días, máximo una semana, y regresaban con más energía, al igual que mi pequeño y su cuerpo sangrante. Claro, esto no está para que todo el mundo lo sepa, pero Marcela decidió dejar el trabajo, pues yo era capaz de solventar los gastos de casa, y ella se dedicaría completamente a Cami… Pensamos que era lo mejor, y creo que no logramos más por más que intentáramos, porque el origen de todo estaba fuera de nuestras manos. Sí. Porque la culpa era de los padres. ¡Oh! Padres que consideran que sus hijos, ya saben, “no rompen un plato”.

Cuando Cami terminó todo con el corte en su cuellito… y Marcela se fue con el poco después… Créanme, créanme que el dolor que me atravesó era casi insoportable. Noches y días en un trabajo donde las consideraciones, los pésame y las atenciones eran un paño de agua tibia a todo el veneno que me carcomía. Quería morir, pero supongo que soy muy cobarde incluso para el suicidio. La culpa, si saben lo que es la verdadera culpa, me rompía las venas día a día al apuntarme directamente. “Si le hubiera enseñado a defenderse”, “Si lo hubiera retirado a tiempo del colegio”, “si hubiera hecho algo más”. Pero ya saben, lamentarse sobre la leche derramada no sirve… A menos que se haga algo para limpiar la mancha de esa leche.

¿Es curioso, saben? Hay dos cosas que se me vinieron a la mente hace poco. Primero, las sesiones con psicología y psiquiatría no decían nada acerca de contar los cortes de Cami, pero aún así yo lo hacía y con bastante precisión. ¿Por qué? Sencillo. Para saber si estaba mejorando o empeorando; contaba tanto las cortadas antiguas como las nuevas. Cincuenta y ocho en sus pequeños antebrazos, cuarenta y tres en sus piernitas, y cinco más, desesperadas, profundas, en su cuello… Perdón si me afecta esto, pero ya saben, era mi hijo. Continúo. Segundo, un capítulo de mi vida como acosado. Fue un abril, lo recuerdo muy bien, porque era semana santa. Mis padres eran creyentes, yo no, pero igual los acompañé a la iglesia. Ese día salí antes del lugar, porque me aburría. Los acosadores, desafortunadamente, estaban cerca a un parque de mi casa. Ellos, por su puesto, al verme, me tiraron contra un árbol, desocuparon mis bolsillos y me llevé un par de golpes en el estómago cuando les mentí acerca de que no llevaba nada de valor. Los muy descarados, llenos de ego, se quedaron en el lugar como si nada. Yo llegué a mi casa cojeando. Tomé una hoja de segueta que estaba cortada en punta (mi padre trabajaba en electricidad y fontanería, y a menudo improvisaba herramientas), y con el odio en la cabeza fui hasta el parque a enfrentarlos. ¿Qué pasó?

Llegué por la espada de dos de ellos (por cierto, eran tres los desgraciados), tomé al que era más grande que yo desde atrás y le coloqué la punta de la hoja de segueta en el cuello, para que sintiera que hablaba enserio. Los otros dos quedaron aterrados. ¡No se imaginan el placer que me llenó al contemplar sus rostros llenos de pánico, pues sentían que el peligro era real! Terminé por hacer que los dos que me observaban se fueran corriendo lo más lejos posible, mientras al tercero lo tiré al piso boca arriba y le asesté, donde cayeran, el doble de patadas a los golpes que me había pegado. ¿Saben? Esa emoción última por hacer aquello que sentía que era justo, borró de inmediato el miedo y el dolor que sentía. ¿Por qué no hacer lo mismo ahora? ¿Qué tenía que perder? ¡Si ya no tenía absolutamente nada que perder!... Discúlpenme de nuevo, es solo que pierdo el control en ocasiones, pero prometo no volver a hacerlo. Créanme que me mantendré cuidadosa y continuamente en mis cabales.

Y pues entenderán, toda esta historia es la que nos reúne aquí: señor y señora Ruíz, señor Cavíedes y señora Marroquín, e hijos. Primero irán los pequeños, luego ustedes. Pero ustedes como padres irresponsables, no solo los verán, también lo sufrirán. Después de todo, si bien Marcela murió por una sobredosis con los calmantes de Cami, ustedes no merecen una muerte tan tranquila. ¡Para nada! Eso sí, ya deben saber cómo es esto: el doble de lo que sufrió mi hijo.

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