miércoles, 6 de abril de 2022

Después de aquello no hay nada

Camila se salía del estereotipo de estudiante. Era no solamente bella y popular, también altamente activa, inteligente, amable y gozaba de muy buenas calificaciones. No las mejores, pues el puesto se lo llevaba Romaña, un chico de 11 B. Pero ella destacaba por la continua capacidad de estar en casi todas las actividades del colegio, y mantener un rendimiento académico más que aceptable.

Cuando recién llegaba a grado décimo, muchos apostaban a que se quemaría. Que simplemente sufriría una inminente caída si mantenía un ritmo de vida así. Pues no sería capaz de participar de los ensayos de la banda de guerra, el club de lectura y de ajedrez, el de futbol, además de ayudar en la decoración de las instalaciones en cada evento, como el día del idioma, de las madres, del maestro, de la mujer, de la raza, Halloween, etc. Junto a las nuevas asignaturas como química, física, filosofía o trigonometría. Muy mala apuesta, pues salió avante a todo.

De hecho, en grado once se lanzó como candidata a personera, y al ser conocida durante tantos años en tantos espacios tan diversos, las migajas que hizo le otorgaron una rotunda victoria. Ovacionada hasta por sus contrincantes. En apariencia era, a los ojos de estudiantes y profesores, todo de cuento de hadas. Perfecto cual película de Disney. En apariencia.

Nunca se le había conocido a Camila un novio. Pretendientes por cientos, y no es exageración. Su nombre y rostro aparecía en simposios y congresos estudiantiles. Su elocuencia le trajo admiradores, haciendo que las redes sociales tuvieran números considerablemente altos para una adolescente de un colegio público. De hecho, una de las apuestas al acercarse a esos últimos años escolares era que no soportaría la presión, y daría su brazo a torcer en cualquier momento a algún Galán. Así no fuera un espécimen del colegio. Volvieron a fallar a tal punto, que las voces que descaradamente afirmaban su homosexualidad se quedaron también con los brazos cruzados, pues la encantadora personalidad de Camila no permitía saber si tenía una inclinación sexual definida. Incluso la psicóloga se vio maniatada ante tal fenómeno social. Su curiosidad era interrumpida a causa de su excelente comportamiento de la joven, pues no existía razón alguna de citarla a orientación. Su interacción con la joven se limitada a las reuniones extraordinarias del Consejo Académico por casos especiales, y se reducía a la formalidad.

Nadie nunca alcanzó a comprender la genialidad de esta chica, ni siquiera tiempo después del día de su muerte. Por qué sí, Camila murió un seis de julio de 2018, en el sur de Bogotá, en el lugar en que más se le veía a diario. La biblioteca del parque El Tunal, Gabriel García Márquez. ¿Cómo lo sé? Tal vez sea por el mismo interés mundano que cualquier otro hombre podría tener por una bella mujer, más un toque de sinceridad y un poco de suerte, fui, hasta donde entendí, el mejor y único amigo de ella, pues no podría ser de otra forma.

Yo estaba en la universidad en ese momento haciendo mi tesis de grado en ciencias políticas y a falta de recursos para comprar un libro, tenía que ir a fuerza a recoger un libro de Martha Nussbaum; no existía por entonces el servicio a domicilio de material. Eso jugó totalmente a mi favor.

Llegué un viernes, lo recuerdo tanto, cruzando de lado a lado la ciudad por el dichoso libro. Cuando llegué me dijeron que el material no aparecía disponible, sino en reparación. Que no se sabía cuándo podría estar para préstamo, y ante cualquier petición que les hacía por el texto, solo recibía amables y definitivas negativas. Decidí rendirme y comenzar a pensar alguna forma para hacerme con el libro, desde hacer una vaca para comprarlo original (lo cual era lo más difícil por su elevado precio), hasta hablar con algún docente que lo tuviera para fotocopiarlo. Ya cuando mis pies estaban puestos en polvorosa, una voz angelical y disuasiva atravesó el espacio. Qué digo el espacio; fraccionó el tiempo mismo y mi vida hasta ese momento.

Quedé prendado de la adolescente que se paraba a mi lado, de cabello castaño y de rizos indomables, que solicitaba amablemente que permitiera ver el ejemplar en cuestión, pues si aparece en sistema como adecuado para préstamo externo, el daño no podría ser excesivo.

Mi mutismo solo exteriorizaba mi admiración por aquella pequeña, no solo por su belleza incomparable, sino por la manera tan formal de dirigirse al personal de la biblioteca, y el manejo tan técnico. Tal vez no fue tan grandioso como estas palabras quieren expresarlo, pero sin duda fue lo que sentí en ese mismo instante. Como si su ser fuera una especie de autoridad en aquel lugar, la asesora de la biblioteca actuó de inmediato y fue en busca del libro.

Antes de cualquier acción por mi parte, Camila se presentó a sí misma, y con una habilidad que nunca he vuelto a experimentar en mi vida en la atención a las personas. Sin embargo, tal vez fuera mi experiencia como adulto en la universidad, o el especial énfasis que nos hacían en la carrera a nivel de análisis del discurso, que para mi la pequeña era más transparente que cualquier otra persona en muchos sentidos. Simplemente estaba rota. Hecha mil pedazos.

En ese instante mi interés meramente corporal por su belleza y capacidad de expresión, se vio nublada por un interés genuino por saber de ella y qué le había hecho tanto daño para llegar a desarrollar una máscara tan gruesa, profunda, vacía.

- Tienes unos ojos muy tristes – fue lo primero que le dije antes de que llegaran con el libro. Palabras infortunadas y poco precavidas; seguramente sí, pero no me sentía con el entusiasmo de decir simplemente gracias.

Esta frase la marcó para siempre, fue lo que tiempo después me dijo, pues nunca nadie le había dicho una cosa así. Desde profesores a estudiantes, pasando por padres de familia o cualquier hombre, todos comenzaban con palabras de agradecimiento y admiración, para terminar con intereses egoístas y mezquinos. Por eso, ante tal presentación poco frecuente, decidió quedarse allí mismo, junto a mí, a hablar un poco.

Por más que quisiera decir que ese contacto que había tenido hasta ese momento (estaba recién iniciando grado once) se mantuvo por días, semanas y meses, hasta que me confesó el secreto de su grandeza personal y su miseria escondida, fue totalmente al revés.

Ese mismo viernes, en una pequeña mesa del segundo piso de la biblioteca, entre actividades para niños y voces opacadas por el ambiente silencioso que trataba de reinar en la biblioteca, Camila fue una catarata de lágrimas y melancolía, que logró soportar todo el camino, desde que me entregaron el texto hasta la ya mencionada mesa. Tiempo después, conocí, de su misma boca, las proezas de su vida estudiantil y social.

Se privó totalmente entre respiraciones entrecortadas y frases igualmente fragmentadas que aludían a su familia. Más exactamente a su madre. Mi serenidad, que no se traducía en indolencia, la inspiró a que la calma retomara el control poco a poco. En una ocasión me contó que, reflexionando, llegó a la conclusión de que su llanto no era tanto por la tortura que era la cotidianidad con su mamá, sino porque al fin alguien, en el momento menos esperado, había logrado ver lo oculto tras su velo. Que se generó un choque nuevo en su interior, donde existía un sentimiento mezclado de frustración por no ser suficientemente fuerte para crear una mejor ilusión, como de felicidad por que tal vez alguien en el mundo era capaz de entenderla.

¿Cuántas veces no hemos tenido ese sentimiento de no ser comprendidos en el mundo? Tal vez muchas, pero seguramente no eran del grado de Camila, y la manera que encontró para huir de allí.

Su padre las había abandonado cuando ella tenía cinco años. Edad suficiente para que el vacío paterno se hiciera sentir, pues no solo el dolor de ese alguien, fuera quien fuera e hiciera lo que hiciera, se presentara. Esto se sumaba a las preguntas existenciales propias de un infante que crecía viendo a otras familias conformadas. ¿Por qué papá nos abandonó? ¿Por qué no me quiere papá? ¿Mamá le hizo algo a papá para que se fuera? ¿Por qué nosotras? ¿Por qué yo? Y un sinfín de preguntas que llegaban a un callejón sin salida. Pero no era todo. No. Obviamente no. La madre de Camila, de quien me reservo el nombre (aquel que busque la noticia lo encontrará con facilidad), era una mujer que no se dignaba a ser una solterona abandonaba con una bendición. No. Tenía que ser una mujer abandonada con una bendición, pero que aun despertaba el deseo masculino. Actitud que la llevó a meter hombres en más de una ocasión en su pequeña casa-habitación, donde los “cuartos” de madre e hija no eran más que una mera ilusión dada por una sábana, y donde los momentos sexuales de la mujer comenzaron a afectar la mente de su hija. Pero ojalá hubiera sido lo único.

Ella lo recuerda bien. Tenía doce años. El novio de su madre (el de turno), en medio de la oscuridad, escabulló su mano hacia la cama de Camila. Recorrió sus piernas y buscó su sexo. Ella, asustada, afortunadamente gritó despavorida. Su madre, que tampoco era del tipo sumisa, sacó al hombre a arañazos, improperios y golpes. El nunca volvió a su casa, pero tampoco fue el final del cuento.

Casi cada día de su diario vivir, Camila llegaba a su casa del colegio y había un hombre acostado con su madre. Ella siempre les advertía de su hija. Advertencias tiradas a la basura, pues las faenas que la mujer tenía eran grotescas, y los intentos lascivos sobre la pequeña nunca pararon. Siempre algún hombre, siempre acosada de alguna manera.

Esto llevo a Camila a dos determinaciones de manera natural. Primero, no ir a su casa para evitar los gemidos de su madre. Dos, evitar cualquier pareja de esta, pues todos querrían abusar de ella. Pasaba entonces, desde el medio día y con parte de sus onces del colegio, toda la tarde en el parque el Tunal. Sola, dando vueltas, y cuyo único lugar seguro, al menos de momento, era la biblioteca, terminó por refugiarse allí. Esfuerzo que tuvo su culmen cuando, no soportando los delirios de su madre y las arremetidas de los visitantes, comenzó a concentrarse en los libros. Primeros títulos al azar que le daban un dolor de cabeza por su dificultad (nunca recordó cuales fueron esos primeros estrellones), y que al sentirse perdida, decidió tomar como guía los títulos de las diferentes asignaturas del colegio. Pero eso no era suficiente.

Siempre había que volver a casa, y mientras las noches las pasaba casi en vigilia, y dormía intermitentemente en algunas áreas de la biblioteca o el colegio, comenzó a participar de diversas actividades que la alejaran de su hogar.

Descubrió al mismo tiempo que la amabilidad era la mejor moneda para que le permitieran permanecer en los lugares que deseaba, o que le dieran acceso a las diversas actividades en que se sentía interesada. Así comenzó a desarrollar esa sonrisa sutil, esas expresiones de lectura agradable, esa cortesía poco frecuente.

Fue inevitable que no comparar a los hombres de su madre con los que tenía a la vista, pues las muecas y palabras vacías que veía y escuchaba en casa, eran si no iguales, sí muy similares a las que recibía en todas direcciones que se fijaba. Al menos hasta que llegué yo.

Debo aceptar que me siento culpable de la perdida de Camila de mi vida. También que, si hubiera sido más impetuoso o atrevido, tal vez aun viviría, pero mi edad en ese momento (pues le llevaba más de siete años) y mis principios morales, me impedían una vinculación profunda con ella. Sentía incluso que, de hacerlo, estaría aprovechándome. Nunca nos besamos. El máximo contacto que teníamos era el beso de la mejilla de saludo y despedida de las veces que fui a esa biblioteca específicamente a verla, junto a la única vez que tomé sus manos entre las mías aquel viernes que lloró sin reparo. Pero los caminos de la vida no están dictados, y me marché a Johannesburgo al terminar mi carrera, por una corta participación investigativa de seis meses. Tiempo más que suficiente para el desastre.

Comenzamos a hablar con intermitencia a través de internet, tanto porque ella mantenía ese robusto ritmo de vida, como por mi entrega a esta primera experiencia fuera de la academia. Pero esa intermitencia cada vez era peor, y por varias semanas se me desdibujó del corazón la vida en Colombia, al lado de mis nuevos compañeros de trabajo.

Llámenlo como quieran. Puede ser un “palpito” o “el llamado del verdadero amor”, pero por alguna razón Camila volvió a mi mente de manera inevitable. Su presencia era tan titánica, que decidí adelantar una semana mi viaje de regreso. No di explicaciones más allá de problemas personales, y a causa de mi muestra de afán y necesidad, lo permitieron. Claro está, comprometiéndome con la entregar de mis avances finales, y volver para celebrar mi colaboración. Pero la bienaventuranza no dura para siempre, y cometí un terrible error. Uno pequeño y estúpido. A pesar de que su ser estaba presente en mi mente, no traté de contactarla para que supiera de mi llegada. Tenía la convicción de que una sorpresa sería lo mejor.

Llegué exactamente el seis de julio de 2018 a las 4:32 P.M. Saqué mi celular y le instalé una sim colombiana, e inmediatamente llamé a Camila antes que a cualquier otra persona (incluso mis padres). El celular sonaba y sonaba, pero lo mandaba de inmediato a buzón de mensajes. No me extrañé del todo, pues si estaba en la biblioteca, seguramente estaba en modo silencio o algo parecido. A esta respuesta racional, sobrevino una inquietud inexplicable. Era como si mi pecho fuera atravesado por un puñal ardiente. Me comenzó a faltar la respiración, al punto que varias personas que transitaban en el aeropuerto iban a llamar a emergencias. Pero no, no podía retrasar mi salida. ¡Algo le había pasado a Camila! Esperaba, esperanzado, estar totalmente equivocado, y no ser más que una tonta alteración. Salí torpemente entre un bosque de manos y rostros angustiados, otros simplemente extrañados, y tomé un taxi en dirección a la biblioteca, pues sin lugar a dudas allí debería estar, y estaba.

No estaban dejando entrar a nadie, a pesar de que la hora de cierre es a las ocho de la noche. Esto, junto al bullicio y aglomeración de la gente en la entrada, hizo que aquello que estaba resquebrajándose dentro de mí, terminara por romperse del todo. Corrí en aquella dirección, y me abrí paso con toda la energía que tenía. Cuando me estrellé con policías, los de seguridad y los funcionarios, gritaba a los mil vientos que mi novia era quien había muerto. Tal vez fuera mi voz desgarradora, mi rostro bañado en lágrimas, o lo que sea, las personas no dudaban en darme paso.

No hay mucho que decir, más allá de que estaba exactamente en el lugar donde me confesó toda su desdicha. Había tomado tranquilizantes hasta más no poder que, al parecer, compraba disimuladamente en pequeñas cantidades, y terminó acumulándolos para aquel día. Parecía dormida, como si en cualquier momento fuera a despertar.

Cuando me acerqué, con todo el dolor del mundo que puede sentir alguien que ha perdido a quien ama, me permitieron sentarme a su lado. Después de sentir que todo era tan premeditado y a la vez repentino; todo tan extraño e injusto, retiré el cabello que caía por su mejilla y, al frío contacto con su piel, le di un beso y me despedí.

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