miércoles, 8 de junio de 2022

En un lugar sin dios

Era noche cerrada y ninguno de los hombres con los que departía se iría del lugar. Al final de cuentas, ellos eran oriundos del pueblo y parecían conocer mejor que nadie cómo eran las cosas por ahí; él, que apenas sumaba dos meses viviendo en el lugar, era considerado un recién llegado que había aceptado unas polas. Dudó desde el principio sobre sus intenciones, y las terminó por confirmar en aquel punto.

- Solo son unas cervezas amor – le había dicho a su esposa –. Tenemos que conocer a la gente de la zona si queremos tener un buen ambiente.

Ella había aceptado de buena gana sus razones, no sin algo de preocupación, pues no solo era abstemio, sino que su estatus económico lo dejaba como un blanco fácil a robos o simplemente cogerlo de marrano para que gastara. Esto último, era la misma sospecha que él tenía, pero la fuerza de un deber invisible pudo más.

- Además, cumpliré. Me devuelvo apenas sea medianoche – había añadido con un ademán de la mano, algo gracioso, algo torpe, como de un soldado a su superior. Ahora deseaba tener ese mismo ímpetu mientras dejaba atrás la tienducha en medio de esa oscura noche que parecía devorarlo.

El miserable lugar se alejaba junto con la música y el olor a alcohol, alientos añejos y orina, para dar paso a la arena y la tierra nocturna, mezcladas con vegetación levemente sazonada con excremento animal, o con los desperdicios tibios de la putrefacción preambular del abono. El sonido del viento mecía momentáneamente los árboles, haciendo vibrar sus hojas y tallos de manera estruendosa. A la luz del día del radiante sol pachuno, aquellos paisajes inspiraban la calma y admiración plena del campo; en esa oscuridad, donde el cielo estaba levemente nublado en extraños tonos ocres, azules y púrpuras, y con tenues y lánguidas nubes que no ostentaban forma alguna, la luz de la luna y las lejanas estrellas no eran más que distantes compañeras, que no llegaban a iluminar de forma suficiente el paraje. ¿En verdad los indígenas podían haberse guiado con el firmamento en tales condiciones? Se preguntaba.

Se frotó los ojos esperando a que estos se acostumbraran rápidamente al moribundo espectáculo, pero no sirvió. Simplemente parecía que la naturaleza reclamaba ese carácter supranatural que la humanidad había negado, y donde lo humano no solo está dentro sus límites, sino que queda desnudo a su verdadera y absurda fragilidad.

Ya para ese momento el sentimiento de vulnerabilidad lo llevaba a mirar de continuó hacía la tienda que había abandonado, pero que a cada paso que avanzaba se tornaba como un simple punto que decrecía y decrecía. Por su puesto, la tentación de remontar el camino que llevaba se le antojaba una opción viable, pero después volvía a su memoria el regreso prometido a su esposa. En ese momento se percató de cómo el miedo puede frustrar la mente; enturbiar la lógica. ¿Acaso no encontró la llegada de la media noche con el reloj del celular? Tal torpeza le hizo sentir una candidez infantil que limitaba con la vergüenza. Afortunadamente no había nadie allí para presenciarlo.

Pero aquella calma que había ganado se esfumó de golpe al percatarse que el aparato estaba descargado. ¿Cómo? Ni idea. Pero quería tirarlo contra el suelo para verlo volar en pedazos (la rabia le hacía pensar que tenía la suficiente fuerza para ello), después de intentos e intentos que no hacían nada más que presentarle la pantalla de bienvenida para volverse a apagar.

El miedo que impregnaba aquel pequeño detalle, aquel simple evento de un celular sin batería, comenzaba a ganar espacio. Recordaba perfectamente que tenía cerca del setenta porciento de carga cuando consultó la hora. Dudaría de sí mismo si por su garganta un mínimo de alcohol la hubiera recorrido, pero no. No había recibido absolutamente nada, a pesar de gastar una buena suma para la bebida de quienes lo invitaron.

En Pacho, en general, desde hace muchos años, más allá de los viejos y cruentos eventos del narcotráfico, al igual que sus actuales y discretos herederos, y la más reciente cuarentena, no ocurría nada espectacular o misterioso. Pero la mente humana es predecible, y los cuentos de su esposa, oriunda del lugar, comenzaron a pulular en su cabeza conforme avanzaba.

Claro. Muchas de esas historias no era más que un refrito de mitologías conocidas. No solo en la zona, o en Colombia, sino en la misma Latinoamérica. Que si la llorona, la patasola, el Mohán o hasta el demonio de la discoteca (ese nombre lo había inventado, pues tal historia no tenía uno propio), etc. Toda una sarta de repeticiones que ni siquiera se actualizaban a nuestros días. También estaban las curiosidades propias del pueblo, como ese hombre con retraso mental que recorría día y noche las calles, de extremo a extremo, arrastrando un camión de juguete cargado con todo tipo de cosas. Pero había otros eventos más cercanos, más misteriosos, donde la evidencia te hacía pensar si eras escéptico y refirmaba tus convicciones de ser un creyente.

Estaba, por ejemplo, las fotos de aquel asqueroso cuerpo calcinado del viejo cura en la puerta de la capilla. Las fotos fueron tomadas con las clásicas cámaras de rollo, pero exhibía con claridad la piel carbonizada y la extraña cara de expresión suplicante por el dolor. Lo particular era que a pesar de aquel cuerpo negruzco de grietas que gotearon sangre al suelo, las telas de su atavío clerical estaban intactas. Se podría afirmar por las imágenes que los blancos, dorados y púrpuras, relucían en comparación a la hulla que cubría.

Por otro lado, estaba el viejo hospital al lado del cementerio, donde se encontraron varias docenas de viejos restos, entre muros, pisos y techos de madera, luego corroborados como saldos de niños. Nunca nadie supo quién hizo algo tan enfermizo. Lo que sí se pudo comprobar era que ningún cuerpo estaba completo, y que dichos restos tenían marcas de dientes. A pesar de comparar con las muestras de doctores, enfermeras y asistentes de la época, jamás se encontró quien fue el perturbado que los devoraba.

Por último, la bruja. La adolescente desaparecida ahora, que, según dicen, por fin el diablo había reclamado su alma. La vio en un video de promoción turística de la zona, en un segundo plano, con una clásica bola de cristal sobre una pequeña mesa. Siempre supuso que era uno de esos elementos tipo disfraz para crear un ambiente llamativo. Después se enteró que prestaba, al igual que otros lugares, servicios de adivinación y amarre de pareja, pero que era especialmente famosa por no ser tampoco del pueblo y deexcepcional belleza. Lo que más recordaban de aquella chica, era la manera de…

- ¡¿Qué putas?!

La línea de pensamiento que le había servido para avanzar, se cortó violentamente. A su oído llegó un silbido. Era suave; casi discreto.

Aguzó el oído, comprobando que aquello no era una mera ilusión de su mente. Algo así como una ilusión en segundo plano. Nada. Esto devolvió en algo la paz a su interior. Tal vez sea que la curiosidad sí mata al gato, o que más allá de esto es la misma estupidez la que clama por acciones sin sentido, pero alguna fuerza inexplicable a la moderación lo llevó a silbar. La cacofonía que salió de su boca en forma circular primero desnudó el espacio, luego, inesperadamente, fue respondido levemente.

¿Un niño? ¿Una broma? No lo sabría ni forzando la mirada alrededor, pues sus ojos no alcanzaban más allá de lo que sus pasos podían cubrir con cada zancada. El corazón le saltó a la garganta y la respiración desbordó desproporcionada. Corrió con todas las fuerzas que sus pies le daban, no sin cierta comicidad en sus movimientos, pues el empedrado lo haría caer al menor descuido.

El silbido seguía y seguía y seguía. ¡Cómo demonios ese horrible sonido podía ir en aumento sin menguar a su movimiento! ¡Por qué sus labios se curvaron y soltaron ese sonido! No era un estúpido. No. Siempre había gozado de evitar cualquier tontería en una pueril prueba de seriedad. Pero aquello había ido más allá de lo comprensible. Él no había silbado a propósito. Fue algo totalmente irreflexivo, maquinal. Pero toda la sensatez no solo se ponía entre paréntesis en aquel momento, simplemente se iba a la basura. Además, ese primer silbido surgió precisamente cuando…

- La bruja. Es la bruja – dijo para sí mismo. Tal descubrimiento que contradecía el sentido común de la mecánica de este mundo, lo hizo titubear a tal punto que resbaló.

Cayó de bruces alcanzando a colocar el brazo izquierdo frente a su rostro. Acto seguido, y a sabiendas de que no se levantaría lo suficientemente rápido para retomar el galope, se acurrucó en posición fetal, mientras escuchaba el sonido cada vez más fuerte, y más fuerte, más y más cerca, hasta que podía asegurar que el origen de aquel sonido venía acompañado de un aliento de ultratumba. Comenzó a llorar. Quería que los sonidos estertóreos de su garganta solaparan aquel que lo había llevado hasta allí. ¡Grita, revuélcate, patalea, has algo! Gritaba en su interior, pero se limitó a sollozar como un niño pequeño.

- ¡Dios mío, Dios mío! – Repitió por lo bajo, mientras sus lágrimas llegaron a las mejillas.

Por un instante el nudo de la garganta impidió que el cuerpo despidiera cualquier otro sonido. Nada. Coincidió su ahogo con el ambiente que lo rodeaba. El sonido se había detenido. ¿Hace cuánto? No tenía idea. Pero antes de confiarse demasiado, exhaló todo lo que pudo e inspiró profundamente. Contó lentamente hasta tres, y la insonoridad colmaba el ambiente. La quietud resonó con su respiración, sincronizándose poco a poco.

De manera exigua pero constante la parsimonia aumentaba. El sentimiento de peligro se atenuaba y solo quedaba una incredulidad de lo que había pasado, mientras se sentaba en dirección del oscuro camino que había dejado atrás. Era una imagen casi irreal. La arena, las piedras, el aire estático, parecían no ser testigos de la violencia que se había desatado en su vida hacía unos pocos instantes. Seguramente no había pasado ni dos minutos, pero toda aquella experiencia parecía ya lejana, y se distanciaba conforme el tiempo avanzaba.

Remembró la invocación desesperada de Dios. No se apenó a pesar de sus certezas, pues, ¿necesitaba ser creyente para invocar un Dios en un momento de verdadera desesperación? ¿No habría dado lo mismo decir Zeus, Thor, Ra, etc.? Y mientras racionalizaba todo, en un intermedio que le permitiera recuperar fuerzas y ponerse de pie, se preguntó por un instante. ¿Dios, fuiste tú?

Inmediatamente un vaho helado rozó su cara desde la espalda y una sensación de aprisionamiento se cernió sobre su hombro.

- Él nunca ha estado aquí…

Fue lo último que escuchó, antes de que todo quedara absolutamente oscuro.



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¿Contexto? En este cuento solo hay una pequeña referencia a un microcuento titulado Un misterioso castigo. Puedes hallarlo en el buscador o ir directamente al mes de abril de este año, día 9.

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