lunes, 30 de mayo de 2022

Mentir a sí mismo

Le dio otro trago a la cerveza. La idea, inicialmente, era emborracharse para menguar el dolor, pero su cuerpo acostumbrado al alcohol no hizo más que embucharse. Maldecía, más que nunca, cada momento en que el trago la había acompañado por un mal momento, y que ahora, cuando más lo necesitaba, era incapaz de ayudarla.

- Ya no te amo. Las cosas se han deteriorado tanto, que siento que esto es insostenible. Me voy.

Había preparado con anterioridad a su llegada esa noche el minúsculo discurso. No le sorprendió, al menos no del todo. Lo que la hizo explotar fue esa manera tan elegante y formal. Esa forma de actuar tan metódica y ordenada. Esa austeridad de semblante, esa asertividad de la palabra que la había enamorado por alejarse del común, fueron el preámbulo de la catástrofe.

- Vete…

- Espero que lo entiendas…

- ¡Que te vayas ya!

Había hecho una pequeña reverencia en signo de respeto y agradecimiento, y acto seguido tomó una maleta que se echó al hombro, otra más en su mano derecha y dos bolsas con la izquierda.

Quiso mirar por la ventana hacia el parqueadero, en busca de un cuerpo lejano de caminar torpe a causa del peso; no lo halló. La noche lo ocultaba y la distancia lo salvaba.

Había transcurrido más de una hora desde aquello y el contenido de la botella se le antojaba repulsivo; la cama no era una opción para descansar. ¿Su madre o su padre? En absoluto. No aún. Sus corazones estarían más rotos que el de ella. Lo tenían en un pedestal. Amen por no tener hijos, si no sabía en qué concentrarse con el abandono de Javier, mucho menos qué hacer con uno o dos personitas más. No podría contener las lágrimas que, ahora pasado el shock inicial, comenzaban rodaban lentamente; muriendo con ella.

La cocina le recordaba su deliciosa comida, la habitación la necesidad de mantener todo ordenado, el ambiente en sí mismo su naturaleza de adulto rebelde que lo llevaba a no beber, fumar o salir de rumba. Los libros que se apilaban en el pequeño estudio, las discusiones casa vez que compraba un nuevo ejemplar, y que terminaba con una actitud condescendiente. Y, por supuesto, la capacidad de mantenerse fuerte ante cualquier crisis y siempre apoyarla… ¿Qué había pasado? Ella lo sabía; a la perfección. Mantener secretos en pareja durante mucho tiempo es muy complicado, y con una persona tan rutinaria cualquier actitud extraña, fuera de contexto, se volvía sospechosa.

- Mary, contesta… – Susurró, mientras resonaba el timbre de la llamada. Buzón de mensajes.

Necesitaba desahogarse. Y si bien no era una jovencita que se lanzaba a descargar sus lágrimas en una almohada, un diario o los estados de sus redes sociales, el vacío que le devoraba las entrañas, parecía que en cualquier momento regurgitaría en un estallido contra algo, alguien o contra sí misma.

¿Debería dejar que el dolor fluyera en un mar de lágrimas? ¿Qué se le congestionara la nariz y se la manchara el rostro? Sería lo mejor, pero en su fuero interno algo le decía simplemente no. Primero, porque el temple mostrado hasta el momento, en que no desesperaba en los pensamientos y las acciones, le henchía satisfactoriamente. Segundo, porque se sentiría como una impostora. Como si tuviera que actuar por alguna convención social, para una escena que nadie vería, donde toda mujer responde con desesperación al abandono. Concluyó que debería dejar que las emociones y los pensamientos simplemente la habitaran al igual que las respuestas de su cuerpo.

Fue al baño y se desnudó. Lavó su cuerpo con vehemencia en la ducha, como si el agua cumpliera por fin su obligación simbólica con los humanos de expiar; purificar. ¿De qué? Fácil: de él. De su actitud enmascarade de hombre fuerte, de su aspecto sincero de palabras edulcoradas, de su falso semblante de hombre ideal, de sus palabras vacías, de… No. No era él de quien necesitaba liberarse. No en estricta forma. Porque al final, fue un acuerdo tácito que él decidió romper afortunadamente, pero dando una razón ficticia.

Tomó el champú y el jabón que ambos compartieron, y recorrió su cuerpo con sus manos. Era bella, lo sabía, pues a sus conscientes treinta, no podía negar el atractivo que perduraba de su adolescencia. Pero todo aquello era superficial, o así quería verlo. ¿No es un cuerpo solo un cascaron del alma? ¡Malditos ideales! Se reprochó, pues reconoció en ese pensamiento el influjo de Javier.

El tiempo pasó y el vapor inundó la estancia. Los dedos se contrajeron esponjosamente y la respiración se entrecortó. Un sonido lastimero brotó, al tiempo que se acurrucaba de manera fetal.

- ¿Por qué no me amaste? ¿Por qué me mentiste?

Retórica vacua, pues ella lo sabía al dedillo. Desde que lo conoció en la facultad de humanidades, desde que se acercaron por influencia de sus amigos, desde que se autoconvenció, como lo hacía a diario, que el sentía algo por ella, que la amaba, que le atraía su cuerpo, que tendrían una familia, desde que… su egoísmo lo empujó, como todo el mundo a su alrededor, durante los últimos cinco años, durante toda su vida, a comportarse como un hombre ejemplar debía hacerlo.

Deseó, allí, entre el agua caliente que brotaba sin cesar y el frío inexpugnable de las baldosas, ser un hombre para tener, al menos, una verdadera oportunidad de ser amada por él.

Vomitó todo lo que pudo; su garganta le cosquilleó por una cerveza.

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