domingo, 3 de abril de 2022

Solo se necesita de un mal día…

El portazo retumbó en el apartamento con un sonido seco; metálico. Una acción infantil, poco meditada, pero que me permitía un desahogo sublime, aunque no suficiente. ¿Tendría alguna consecuencia mi impetuosa entrada en la actitud de algún vecino? Seguramente no. Los incidentes dentro del conjunto darían para toda una novela de comedia, horror y tragedia, que, en el momento del clímax, cuando se cree que se llega al verdadero exceso, no conllevará a nada más allá de una llamada directa desde la recepción, y su consecuente comunicado en papel. Débiles. Pero lo deseaba.

Deseaba que algo o alguien, así fuera una fuerza metafísica, se manifestara de alguna forma en mi contra, y que me permitiera terminar de materializar este odio contenido. La rabia. La frustración. Pues en esos momentos de febrilidad y de golpes al aire de manera inconexa a enemigos invisibles (infantilidad por dos), sentía que podría dar una paliza al ser más poderoso que se presentara. Inútil. Vivía solo, y mi berrinche tendría que acabar en algún momento. ¿No? La duda se acrecentaba. ¿Por qué esa violencia interna no desapareció cuando llegué al portal? ¿Por qué perduró aquel veneno en todo el camino que estuve en el alimentador? Incluso, ¿se justifica que los pasos hasta mi apartamento se mantuvieran firmes ante tales pensamientos negativos? ¿Estaba tan dañado? Cuestiones de mera retórica, pues entendía plenamente que aquella toxina que recorría mi cuerpo no solo me hacía daño. También parecía tener la fuerza de mantenerse viva, así fuera al mínimo, para albergarse en lo más profundo. Que tal vez llegara a menguar, pero nunca a abandonarme y, en cualquier momento, daría una revancha implacable. Lo sabía.

Fui al baño para mojar mi cara, con la esperanza de que el principio dualista de frio y calor se neutralizan funcionara. En el caso de dar buenos resultados, me bañaría con agua helada para matar del todo este fervor que bullía.

El agua se mezcló con mi sudor y un leve tinte rojo se difuminaba tanto de pequeños pedazos grumosos, como de un espeso líquido que manaba y manaba. ¡Por Dios, aun había sangre de ese hombre en mis manos! Y ante el horror de que viajé todo el trayecto de regreso a mi hogar con esa sustancia viscosa pegada sin darme cuenta, lavé y lavé mis manos, continua e inmisericordemente, logrando en principio un buen resultado, pero no uno absoluto. Restos de pellejo y otras asquerosidades lograron habitar no solo el interior de mis uñas, sino que otras porciones microscópicas pigmentaban las hendiduras de mi piel, negándose a ser eliminadas.

Con urgencia, y profundamente repugnado, llevé al baño una esponjilla de la cocina, primero una rugosa, luego una metálica ante la inutilidad de la primera, y restregaba con vehemencia una y otra vez, comenzando a llegar al dolor inevitable, al tiempo que era observado por mi reflejo en el espejo. La mirada angustiosa que dominaba parecía contrastar con la ira que no abandonaba en absoluto mi corazón, por más que la ansiedad de aquellas marcas indelebles no querían desaparecer. ¿Cómo llegué allí? Me preguntaba falsamente. Pues era dueño y señor de mis acciones, y sabía al detalle los acontecimientos que flaquearon mi ser hasta llegar a tan penoso resultado.

Hoy es viernes, pero no un viernes cualquiera. Es uno de esos días en que el peso de la vida ha caído sobre mis hombros, y el recuento de todo lo que he hecho parece que ayuda a aplastarme lenta y dolorosamente, en vez de alivianarme.

Había comenzado con la noche en vela (una entre tantas), porque la fecha de entrega del trabajo final de la tesis de maestría estaba pronto a expirar. Había devorado libros sobre Chiavenato y sus comentaristas (extensa bibliografía), para obtener un título, representado en un pedazo de papel, y aspirar a un mejor puesto (algún día), que me permitiera solvencia económica. Pero lejos de ser esto lo único que me había colocado en total tensión, se sumaba la preocupación por los llamados de atención de “Dianita”.

    Maldita perra – vociferé.

Maestra de mantener un discurso libre de sospechas sobre tu pronto despido, en la cual confié tanto como nunca lo había hecho con ningún otro jefe. Si no fuera porque el chisme llegó a mi oído una semana antes (venditos sean los chats), no habría estado preparado. Y aun creo que no lo estuve. Su magistral: “es que tu nombre me hace ruido en los informes”, es el resultado de cientos y cientos de horas de capacitación para no alertar a los subordinados que están cerca de ser descabezados. ¡Maestra de maestras! Por algo estaba en ese puesto.

Con esos dolores de cabeza y mi maldita costumbre de hacer todo a tiempo, había salido con una hora (¡una maldita hora!) de anticipación a la universidad. Tenía una materia de relleno, cátedra y ética profesional, (asignatura que Dianita seguramente se saltó o pasó raspando) pero no por ello iba a llegar a tarde o a faltar. No. O eso pensaba.

Cuando llegué al portal norte, y con esa ventaja en tiempo, la hora pico parecía cercana pero no amenazante. Aun así, la cantidad de afluencia de personas era impresionante. Lo que hacía (como cosa rara), no solo difícil la movilidad, sino el ingreso a los articulados. Esto, junto a mi temprana llegada, me llevo no solo a hacer fila, sino a darme el lujo de esperar bus tras bus, para, al menos, lograr un asiento. Sin embargo, tal vez fuera el cansancio del estudio sumado a las preocupaciones, o que realmente había una experiencia inconsciente y física conjunta, pero los olores, los movimientos, y en general las sensaciones, se me apetecían más profundas. Personales. Invasivas. Y lo atribuía a los demás. El solo imaginar el roce de cuerpos y el encierro, junto al movimiento, me causaba nauseas.

Después de más de media hora de espera y de hacerme de lado y lado cada vez, como si mi cuerpo pudiera contorsionarse a un tamaño ínfimo que evitara cualquier contacto, mi nimio optimismo se vio premiado no solo al ser el primero en la fila, sino en lograr un asiento. Acto que me permitió sacar las copias de mi maleta sobre Dimensiones económico-políticas de los recursos humanos (llamado ahora talento humano) en la explotación laboral colombiana. Un texto de una densidad media, pero de una alta crítica. Esto me mantuvo concentrado hasta que el desastre se subió a bordo en Flores.

Era mayor, tal vez tanto como mi padre. Yo ignoraba su rostro, pues estaba, o trataba de estar, lo más concentrado posible en el artículo. Aun así, un repulsivo hedor añejo atacó mis fosas nasales, acompañado de un toque de humedad. Esta última, no lo dudo, originada de una gran maleta, cuyo peso rebasaba sus fuerzas, que colocó frente a mi forzosamente y me obligó a abrir mis piernas en una posición incómoda.

En principio no creí que existiera una intención en hacer aquello. Me convencía de que sus movimientos torpes y forzados eran obligados a causa de la densidad de cuerpos que se apelmazaban buscando algo de espacio. Error. Primero comenzaron las miradas de otros pasajeros dirigidas a mi (no necesitaba para nada volver la cabeza), por no conceder mi puesto a una persona tan necesitada. Y no lo hice. ¿por qué debería? ¿Acaso no estoy correctamente sentado en las sillas rojas, las cuales no están destinadas a ancianos, embarazadas y enfermos como las azules? ¿Acaso mi cansancio y esfuerzo es anulado por el de un cualquiera solo porque es anciano? ¿Estoy obligado a incomodarme (aun más de lo que ya estaba) porque se supone que es lo correcto? Todas estas preguntan me asaltaban al mismo ritmo en que el hombre se balanceaba obtusamente, en especial, sobre mí.

La caja de Pandora fue abierta cuando el viejo, en un acto de puro desquite, soltó al aire: es que ya no respetan a los mayores. Esto desató comentarios por lo bajo, con un disimulo hipócrita, pues de los muchos otros que iban sentados y alcanzaban a entender la situación, ninguno se levantó a dar su propio puesto. Yo me repetía mentalmente, “porque no quiero”, a las preguntas no hechas: ¿por qué no le da el puesto? ¿Por qué no me da el puesto? ¿Por qué no lo hace?

-          ¡Déjelo sentar ya! – Se escuchó entre la muchedumbre.

Esto hizo que arremetieran comentarios ya no disimulados sino directos.

Las voces caían como dolorosas puñaladas, en donde cada tono de desprecio minaba mi dignidad. La dignidad de tener en alguna medida un viaje medianamente tranquilo. Medianamente decente. Pero entre la desesperación de tal ataque, y aferrándome a mis pensamientos negacionistas, el “no quiero” comenzó a escaparse de mis labios. Primero en repeticiones leves e íntimas, luego con ganancia de volumen hasta explotar en la cara de todos. Para explotar en la cara de aquel anciano.

Lejos de lo que se podría esperar. Una turba, una masa, de mentes alienadas que se quedan en silencio, sorpresivamente una mano salió entre la espesura y me levantó con violencia de mi silla. Caí de bruces, increíblemente al piso y no sobre alguien más, a causa de mi posición irregular por la maleta del viejo.

Tirado y sintiéndome humillado en un bosque de pies y tobillos desconocidos, por el momento solo tenía en mente levantar mis papeles. Los recogí lo más rápido posible, a favor de salir de allí, y en sacrificio de los mismos, pues los embutí con urgencia en su lugar.

El sentimiento de huida, cual animal lastimado, crecía. Pero apenas avancé un tramo nada considerable, y abrazándome en un afán por buscar robustez y abrirme paso, un sonido maquiavélico llegó a mi odio. Tal era la risa del viejo. Y la vi. La vi al girar mi cabeza casi hasta perderla. Hallé, entonces, un destrozado tren de dientes putrefactos y burlones, acompañados de arrugas marcadas a una profundidad tal, que seguramente tocaban los mismos huesos. Y sus ojos, ¡sus horribles ojos! Salvajemente abiertos, con una esclera amarillenta y enfermiza, y que se satisfacían con mi desgracia. Con la burla. Con mi miserable existencia.

Algo se rompió en mi interior. Algo que me hizo arrojarme encima de él, con independencia de a donde iban a dar las pertenencias que llevaba en mis manos, y comencé a desgarrar y golpear frenéticamente cuanto de él era visible.

Sentía el ardor de mis puños al estrellarse en su flácida carne, y lastimarse con los repelentes dientes. Sentía el calor de la sangre manar inmisericorde, y los brazos ajenos que trataban de alejarme. A esas frágiles extremidades se sumaron rápidamente otras que, con la mayor agresividad posible, me alejaron de lo que ahora era mi presa. Porque yo me había transformado en un tipo de animal salvaje. Uno que al final de cuentas lograron limitar, aunque no del todo. Pues mi cuerpo se movía con ferocidad a toda cosa que tratara de restringir mi movimiento, al punto que no recuerdo si llegué incluso a morder a alguien en favor de no verme apresado.

En retrospectiva, no recuerdo muchas cosas más allá de querer huir al ser desprendido del viejo. Incluso me sorprende, ahora mientras trato de entender cómo exploté de esa manera por un simple asiento, un tipo de fría máscara que se desplegó mientras huía de allí, y me llevó a secarme las manos lo más rápidamente posible con la falda de la camisa, mientras salía tranquilamente del bus que, afortunadamente, en un timing perfecto, abrió sus puertas cuando yo las necesitaba.

Más sorprendente fue que no se subieran policías o agentes de seguridad a detenerme en el transmilenio que tomé de inmediato para volver sobre mi camino, y del cual nunca me bajé hasta volver al Portal Norte.

Y mientras medito sobre todo aquello, y comprendo que mis manos empiezan a sangrar de mi persistencia con la esponja, llevando inevitablemente a la mezcla con los sucios despojos de aquel hombre, miro la falda de mi camisa y reconozco marcas ya de un tono parduzco, solo para volverme al espejo, y con una última exhalación de furor incontenible, ver mi imagen multiplicada por cientos al romperlo de un golpe. Sonrío. Sonrió infinita y sinceramente, pues no solo no me arrepiento al rememorar esos últimos instantes del rostro desfigurado y semiinconsciente del anciano. No. Sino que, de ser necesario, rompería el rostro de cualquier por el simple gusto de aliviar esto que se reprime en mi interior. Comienzo entonces a saborear la idea de regresar con satisfacción a terminar el trabajo de hoy. Tristemente me lo impide el hecho de que, seguramente, el maldito ya no estará allí para esperarme.

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