sábado, 26 de marzo de 2022

Efecto mariposa

La suerte es algo extraño. Ajeno. Un fenómeno al que estamos sometidos de manera irremediable, y del que hacemos parte sin llegar a ser del todo conscientes. Muchas veces me pregunto qué tan diferente sería mi vida si hubiera llevado a cabo tal o cual acción que por miedo ignoré, o simplemente carecía de importancia en su momento; por el contrario, qué caminos se habrían desarrollado sí, al atajar en determinado momento ciertas palabras y callarlas antes de llegar a su final hiriente o, en su defecto, pronunciar muchas otras que exigía la ocasión. La conclusión no es clara, al menos no a largo plazo. Lo cierto es que una sensación de vértigo parece colmarme cada vez que pienso que no soy dueño totalmente de mi vida, al tiempo que un evento que no puedo controlar es capaz de revela unas cuantas verdades que ignoraba.

Todo comenzó un lunes en la tarde en que, andando por un pequeño parque de la carrera once, vi a varios pequeños patinando en una pista. Recordé a mi sobrina junto a sus intentos de hacerse con ese deporte tan exigente, y decidí echar un vistazo. Sin embargo, en mi camino, me tope con un bello golden retriver de basto pelaje, que hizo migajas de amistad jugueteando, mientras su dueño, saludándome amablemente, me preguntó si yo tenía perros.

-          - ¡Claro que sí! Pero están en casa de mi madre. Mi apartamento         es pequeño y no puedo tenerlos.

-          - ¡Una lástima! Los animalitos son una compañía y un apoyo             invaluable.

Acto seguido el hombre se retiró, y su mascota, que se llamaba Bruno, pues lo escuché cuando lo llamaba al distraerse, iba detrás de el al tiempo que olisqueaba por allí y jugaba por allá.

Las palabras del hombre me llenaron de nostalgia sobre mis perros. Y cerciorándome de tener tiempo disponible, saqué el celular de mi bolsillo y marqué a mi madre. La conversación no duró más de un minuto, en que le preguntaba, como lo hacía normalmente, por mi padre, mi hermana, mi sobrina, y, por supuesto, mis perros. Prometiendo que tan pronto acabara mis obligaciones académicas del día, buscaría un rato para saludarlos, y estaría algo de tiempo con el viejo Yukio.

Guardé el celular, amarré mis cordones que se sentían ya algo flojos, me coloqué la chaqueta que llevaba en la maleta para el frío bogotano que arremetía con firmeza y, finalmente, retomé el camino hacia los pequeños patinadores. Escuché un extraño ulular y luego un dolor intenso pero fugaz en mi cabeza. A partir de allí, nada. No al menos hasta unas horas más tarde en que desperté en un hospital.

En los dos días que duré internado, más la semana de reposo para recuperarme, aprendí varias cosas. La primera y más importante es que, de no ser por el recuerdo de mi sobrina que patinaba y me llevó a querer mirar aquellos niños en la pista, o la curiosidad de verlos, o el tropiezo del perro, o de haber jugado con él, o de establecer la pequeña conversación con su dueño, o de haber llamado a mi madre, o de demorarme exactamente lo que me demore en la llamada, o de haberme amarrado los cordones, o de colocarme la chaqueta por el frío, o por el mismo clima que me llevó a esto último, esa rama que calló desde lo alto de la palmera, jamás me habría mandado al hospital. Muy mala suerte la mía, ¿verdad? Pero aún mejor, o peor, sino fuera por esa serie de acontecimientos y desenlace desafortunado, no me habría imaginado que mi madre estaría tan atenta de mi salud, así fuera desde la distancia; que mi padre sería capaz de viajar para cerciorarse de mi estado o que mi hermana atendería mis necesidades. Incluso, que varios tíos y primos llegarían con voz de aliento. Mucho menos que, dadas todas estas condiciones, y muchas más casi inimaginables, pero que parten de aquella inoportuna parte de un árbol venido de los cielos, mi sobrina, en una visita entre tantas y una sinceridad propia de un niño que busca el bienestar de sus seres queridos, confesaría como todos estaban hablando al margen de mi conocimiento, sobre la fortuna de que aquel accidente no acabó con mi vida, pues el seguro de vida que yo tenía, no cubría algo tan específico, y por tanto nunca nadie lo podría cobrar de haber muerto.


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