La suerte es algo extraño. Ajeno.
Un fenómeno al que estamos sometidos de manera irremediable, y del que hacemos
parte sin llegar a ser del todo conscientes. Muchas veces me pregunto qué tan
diferente sería mi vida si hubiera llevado a cabo tal o cual acción que por
miedo ignoré, o simplemente carecía de importancia en su momento; por el
contrario, qué caminos se habrían desarrollado sí, al atajar en determinado
momento ciertas palabras y callarlas antes de llegar a su final hiriente o, en
su defecto, pronunciar muchas otras que exigía la ocasión. La conclusión no es
clara, al menos no a largo plazo. Lo cierto es que una sensación de vértigo parece
colmarme cada vez que pienso que no soy dueño totalmente de mi vida, al tiempo
que un evento que no puedo controlar es capaz de revela unas cuantas verdades que
ignoraba.
Todo comenzó un lunes en la tarde
en que, andando por un pequeño parque de la carrera once, vi a varios pequeños
patinando en una pista. Recordé a mi sobrina junto a sus intentos de hacerse
con ese deporte tan exigente, y decidí echar un vistazo. Sin embargo, en mi
camino, me tope con un bello golden retriver de basto pelaje, que hizo migajas de
amistad jugueteando, mientras su dueño, saludándome amablemente, me preguntó si
yo tenía perros.
- - ¡Claro que sí! Pero están en casa de mi madre.
Mi apartamento es pequeño y no puedo tenerlos.
- - ¡Una lástima! Los animalitos son una compañía y
un apoyo invaluable.
Acto seguido el hombre se retiró,
y su mascota, que se llamaba Bruno, pues lo escuché cuando lo llamaba al
distraerse, iba detrás de el al tiempo que olisqueaba por allí y jugaba por allá.
Las palabras del hombre me llenaron
de nostalgia sobre mis perros. Y cerciorándome de tener tiempo disponible, saqué
el celular de mi bolsillo y marqué a mi madre. La conversación no duró más de
un minuto, en que le preguntaba, como lo hacía normalmente, por mi padre, mi
hermana, mi sobrina, y, por supuesto, mis perros. Prometiendo que tan pronto
acabara mis obligaciones académicas del día, buscaría un rato para saludarlos,
y estaría algo de tiempo con el viejo Yukio.
Guardé el celular, amarré mis
cordones que se sentían ya algo flojos, me coloqué la chaqueta que llevaba en
la maleta para el frío bogotano que arremetía con firmeza y, finalmente, retomé
el camino hacia los pequeños patinadores. Escuché un extraño ulular y luego un
dolor intenso pero fugaz en mi cabeza. A partir de allí, nada. No al menos hasta
unas horas más tarde en que desperté en un hospital.
En los dos días que duré
internado, más la semana de reposo para recuperarme, aprendí varias cosas. La
primera y más importante es que, de no ser por el recuerdo de mi sobrina que
patinaba y me llevó a querer mirar aquellos niños en la pista, o la curiosidad
de verlos, o el tropiezo del perro, o de haber jugado con él, o de establecer
la pequeña conversación con su dueño, o de haber llamado a mi madre, o de demorarme
exactamente lo que me demore en la llamada, o de haberme amarrado los cordones,
o de colocarme la chaqueta por el frío, o por el mismo clima que me llevó a
esto último, esa rama que calló desde lo alto de la palmera, jamás me habría
mandado al hospital. Muy mala suerte la mía, ¿verdad? Pero aún mejor, o peor, sino
fuera por esa serie de acontecimientos y desenlace desafortunado, no me habría
imaginado que mi madre estaría tan atenta de mi salud, así fuera desde la
distancia; que mi padre sería capaz de viajar para cerciorarse de mi estado o
que mi hermana atendería mis necesidades. Incluso, que varios tíos y primos
llegarían con voz de aliento. Mucho menos que, dadas todas estas condiciones, y
muchas más casi inimaginables, pero que parten de aquella inoportuna parte de
un árbol venido de los cielos, mi sobrina, en una visita entre tantas y una
sinceridad propia de un niño que busca el bienestar de sus seres queridos,
confesaría como todos estaban hablando al margen de mi conocimiento, sobre la
fortuna de que aquel accidente no acabó con mi vida, pues el seguro de vida que
yo tenía, no cubría algo tan específico, y por tanto nunca nadie lo podría
cobrar de haber muerto.
Buenísimo
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