lunes, 13 de junio de 2022

La casa en la ribera

La culpa la invadía. Así de simple. Y las voces que aseguraban que todo había sido un accidente por descuido, o incluso la consecuencia de una ilusión maligna, no hacían más que profundizar tal sentimiento. Ninguna de las palabras tenía el poder suficiente para enmascarar las acusaciones y, por su puesto, esfumar cualquier cargo de conciencia.

Pensó más de una vez en quitarse la vida, simulando en algo la forma en que había muerto él. Por ello, al salir del colegio, iba directamente al puente que pasaba por encima del río a contemplar su fluir. Observaba la falsa calma que escondía ese corazón traicionero que podía saltar al menor descuido. En otras ocasiones, en medio de la fuerte lluvia, como la invocada aquel horrible día, la poseía un trance al estar frente a su verdadero temperamento. Era ese poder que arrastraba y devoraba animales, tierra o cualquier resto material que tuviera cerca. Desprevenido. Y eso terminó siendo su hermano, solo algo más arrastrado por la corriente.

Todo había ocurrido muy rápido. Tanto, que a veces seguía pareciendo una horrible pesadilla. Algo ilusorio. Pero la realidad se desnudaba ante ella al tomar conciencia de que podía recapitular paso a paso todo lo ocurrido.

Estaba con él y su mejor amiga. Las dos caminaban atraídas por la curiosidad morbosa hacía un punto específico del San Antonio. Él motivado tanto por el amor creciente hacia su amiga y la excusa de no abandonar a su pequeña hermana. A ninguno le importaba las nubes premonitorias de una tormenta aun más fuerte que la lluvia que ya soportaban. Por ello caminaron sin mirar atrás hacia el nuevo puente que llevaba directo al hospital. Querían saber si la crecida que arrastraba y se tragaba todo a su paso, también lo haría con la vieja casa de la bruja.

Una estructura decrépita, de maderos podridos y latas oxidadas, que apenas si habría dado hogar a una persona debido a su precariedad arquitectónica. Lo particular era que esta vieja estructura encontraba su lugar en la ribera. Posición peligrosa sin duda, pero que al lado de bastos árboles, que vencían en altura al puente, y elevada y rica vegetación rodeándola, había sobrevivido a los embates y la ira de las aguas durante años y años.

La mitología local aseguraba que, al ser el antiguo hogar de la bruja, como todo a su alrededor, una fuerza sobrenatural la hacía invulnerable. Que ni la misma naturaleza en su despliegue más grande de vigor podría tumbarla. No. Pero esa era solo una de las versiones. Otros, más sobrios de materialidad, simplemente aseguraban que, si bien era una casa de alto riesgo, simplemente la había construido un viejo que vivió y murió en el anonimato. Lo máximo que se sabía del hombre era su absoluta tosquedad a cualquier tipo de contacto. Profundizando un poco más en el chismerío, se dice que perdió más de un tornillo por una mujer. Fuera lo que fuera, hombre, mujer, bruja o humano, la casucha estaba allí, deslumbrando en decadencia, entre un extraño mar de fertilidad vegetal.

Pero ante tal extraño suceso no eran los únicos que soportaban estoicamente el vendaval que les empapaba la ropa. Todo tipo de curioso local y foráneo, cuyo interés era más intenso que el buen resguardo, acompañaban a ver el espectáculo, a tal punto que más de uno apostaba por la caída de la casa de la bruja. Otros tantos, los viejos sobre todo, sin dinero qué jugar, pero convencidos de la existencia de las fuerzas sobrenaturales, colocaban su fe y experiencia a la firmeza del resguardo.

Fue solo un instante. Uno de aquellos momentos que harían parecer una eternidad un simple pestañeo. La vio. Vio perfectamente la figura de una mujer en la casucha. Aun hoy, después de varios años de lo sucedido, podía asegurar con precisión la imagen que llegó directo a su mirar. Porque fue ese cabello castaño, ondulado y fuertemente enmarañado que se escapaba bajo una tela negra que le cubría la cabeza, acompañado de una vestimenta igualmente oscura que le caía hasta los pies; esos ojos de mirada felina y de amarillo intenso, que parecía dirigirse profundamente hasta su alma, lo que la cegó y la llevó en un movimiento involuntario, a extender su mano y con ellos su cuerpo, por encima de la barra de seguridad del puente. ¿Por qué tal reacción?

Seguramente nunca lo sabría del todo, pues sus reflexiones iniciales apuntaban a un embrujo por parte de la mujer. Una magia tan poderosa que la distancia no representaba obstáculo. Donde ninguna voluntad podía revelarse por más de que se entrenase una eternidad. Más tarde, sin embargo, ante la atención obsesiva de los creyentes y la burla de los escépticos, como el consejo de prudencia de los más allegados, se forzaba a aceptar una desorientación confabulada por la lluvia que arreciaba, la visión general que comenzaba a opacarse y un accidental resbalón. Pero no. No, no y no. Ella sabía que lo que había en aquel lugar, y cómo su cuerpo se movió para alcanzarla.

Fuera como fuera, la mitad de su cuerpo aparecía ya rebasando los límites de seguridad, cuando su otro brazo fue halado violentamente hacia atrás, y en un movimiento de cambio de peso, el lugar que ella ocupaba para la mortal caída fue reemplazado por su hermano.

Los gritos de hombres y mujeres ante tal horripilante visión, se conjugaba con los últimos instantes de la sonrisa que se perdía en la mortífera caída.

- ¡Nooooooooooo!

Gritó desde el suelo y en búsqueda del mismo destino del recién caído. Si no fuera por una tacleada de su amiga, igual de rápida a su reacción, habría terminado en algún lugar en el fondo del embravecido río.

Ahora estaba allí. Viendo la muerte cara a cara. Tentándola. Atrayéndola. Pero era una muerte de ánimo débil. Era una muerte que venía de sí misma. Y si sabía algo, después de revivir infinitas veces la sonrisa y la mirada de su hermano en busca del final, salvándola a ella, es que ese día la bruja quería algo, y el instinto le indicaba que ese algo era a ella.

No fue capaz de mirar el cadáver. No solo por la monstruosidad de cuatro días río abajo o el cargo de conciencia que crecía con desproporción, sino porque algo a se había perdido con su partida, y temía que eso poco que aún quedaba dentro de ella se esfumara también.

Todo lo ocurrido no hizo sino alimentar el mito de la bruja, lo cual se contaría generación tras generación a los niños para respetar el río. Después de todo, el miedo parece un común denominador para educar. La pequeña casa no se la llevaron las aguas. Poco después fue derribada, y no por el accidente, sino por el peligro de volverse un lugar para expendio o consumo de drogas. Los restos inservibles se tiraron como basura y otros tanto tomados como chatarra.

Era el último año de colegio y pronto partiría a la universidad en la capital. Esperaba con ilusión que ese cambio significara un tipo de redención, o al menos de olvido. También que fuera el último en que sus lágrimas alimentaran al San Antonio.

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¿Contexto? En este cuento solo hay una referencia a un cuento titulado En un lugar sin dios. Puedes hallarlo en el buscador o ir directamente al mes de junio de este año, día o.

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