viernes, 6 de mayo de 2022

Más allá de la pasión

Cuando llegó a casa volvió en sí, como si de una especie de trance se tratara. Sabía lo que había hecho, a tal punto que se quitó de inmediato la ropa manchada de sangre, la metió en una bolsa y la escondió bajo la cama. Se puso el pijama, no sin antes lavarse las manos en el baño lo más frenética y profundamente posible; aun el calor del encuentro no lo abandonaba.

Se acostó, no sin decir antes un leve pero claro “buenas noches”, pues su madre, si bien estaba acostumbrada a sus llegadas nocturnas, no dejaba nunca de estar en un duermevela, donde al escucharlo que se despedía, caía profunda en su sueño. Pero esta vez, desde allí, desde esa seguridad infantil que nos ofrece estar bajo la cobija, el peso de sus acciones le cayeron tan fríamente; tan repulsivamente, que deseaba nunca haber tocado un balón de futbol, tampoco ver un solo partido, mucho menos, gastarse los ahorros en tantas cosas de su equipo favorito.

Descubrió su cabeza, tomó aire hondamente, y, a la tenue luz de la noche, vio los afiches de los once, con sus estrellas ganadas; un largo lienzo, el cual recitaba un juramente como hincha fiel; el escudo, plasmado en cientos y cientos de pequeñas y grandes representaciones; la camiseta oficial, que le costó un gran salto en la tribuna, cuando uno de los jugadores, ya retirándose, lanzó a la hinchada y él, para envidia de muchos, la había atrapado. Todos esos momentos, mezclados con el inconfundible azul y blanco que decoraba largamente la pequeña habitación, le causaban nauseas. Un sentimiento de repulsión y desconocimiento, pues nunca se creyó capaz de herir a alguien.

Pero ese último calificativo era el que centraba su dolorosa reflexión: desconocimiento. Pues en los momentos de mayor hervor, que no fueron precisamente pocos, cuando los dos bandos se mezclaban fuera de El Campín, de su cabeza se borró totalmente el deporte, la jugada o la pasión por el espectáculo. De hecho, aquellos dentro de los cuales reinaba el color “opuesto”, también sufrían una especie de borrado, de desvanecimiento. Pues los rostros congestionados, los gritos de furia, las intenciones agresivas, todo ello que también identificaba a su propio grupo, los convirtió en el enemigo.

Miró sus manos como si estuvieran impregnadas de sangre aún. ¿Cuál sería la reacción su querida mamá si, en el momento menos esperado, recibiera una llamada para informarle que él estaba, después del partido, apuñalado en un hospital? Peor aún, tal vez, tirado en la calle.

Los ojos desbordaron en lágrimas de miedo. Miedo hacia los problemas legales que atravesaría cuando dieran con él. Miedo, por la decepción que sería de ahora en adelante para su mamá. Miedo de verse a sí mismo, porque ahora era un monstruo (¿asesino?), que ignoró que esos “enemigos”, que ahora no tenían rostro, tampoco tenían pasado. Mucho menos alguien en casa que los esperaba. Miedo, porque esos adversarios se desfiguraron y, para él, no eran seres humanos. Pero si llegó a no considerarlos tal, mucho menos lo era él, pues, con horror, a sus cortos diecisiete años había echado su vida por la borda, no por apuñalar una persona, sino más estúpido aún, por apuñalar algo inmaterial: un color.

No hay comentarios:

Publicar un comentario