Un murmullo hendía la noche. Era
extraño, pero no ajeno. Y mientras unos, atraídos por el inusual sonido,
discurrían quisquillosamente en su dirección, otros tantos abrían ventanas y
puertas, intentando que aquello entrara en casa, para darse una idea. Mala
idea. El sonido lejano traía consigo una amarga sensación. Olía a chisme, a
morbo, a desgracia,
- - ¡Se murió! ¡Se murió!
Alcanzaban a escuchar los
curiosos que buscaron el origen, como los vecinos más cercanos, al tiempo que
las voces altisonantes aumentaban en una desesperación casi palpable.
Un cuerpo yacía arrodillado en el
suelo, con un rostro bañado en lágrimas y baba, de líneas negras largadas y
dientes chirriantes de rabia, dando la mala nueva al mundo, parte del cual ya
sabía la noticia, y golpeaba inmisericorde el piso, como si aquello sirviera de
algo. Acto vano a causa del abrumador sentimiento que la invadía. Pero aun así
justificable por el hecho.
El otro, de un rollizo similar y
en común disonancia, maldecía y preguntaba al vacío de la oscuridad decorado de
luces mortecinas, a las casas mudas, a las paredes indiferentes, a las miradas
curiosas, a las mentes depravadas, a la injusta vida, a quien pudiera oírla, y aun
a sabiendas del sepulcral silencio como repuesta; agarrándose la cabeza como si
esta fuera a estallar, y jalándose el cabello, en un intento infantil de arrancarlo:
- - ¡¿Por qué mi mamá?! ¡¿Por qué ella?! ¡No! ¡No!
¿Cuánto duró aquello? En verdad
pocos minutos para los curiosos, un tanto más para las hermanas, una eternidad
para su padrastro.
Lo curioso, amigos míos, no fue
el dolor de esas jóvenes por la pérdida de su madre, ¿pues cuántos no pierden
la suya a diario en el mundo? Tampoco los chismes vecinales sobre de la muerte
de Laura, o el cuestionable, pero entendible, silencio de su padrastro. No. Tampoco
los morbosos que compartieron la novedad a través de sus celulares, o contaron
el espectáculo en sus casas, unos exagerando un poco allí o rediciendo un poco
allá. No. Para nada. Lo realmente curioso, es que las mujeres, aunque dolidas
con la vida, con el dolor rebozando sus corazones, desviaban la mirada de la
tienda del primer piso de su propia casa, frente a la cual se lamentaban.
Tienda donde permitieron que su madre, noche tras noche, a pesar de una
pandemia que asolaba las calles, invisible, terrorífica, bajara las persianas
metálicas, con un gueto diferente cada día, a vender trago por unos miserables
pesos.
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