jueves, 14 de enero de 2021

Un valioso momento

Prácticamente todas las mañana llego tarde al trabajo. Es realmente una putada. Salgo de mi casa a las 6:10 am. De allí son unos 15 minutos de camino a pie, pues es la manera más económica y “rápida” hasta un paradero de alimentadores de transmilenio. Sí, esos gusanos verdes rígidos que en su interior atrapan cuanto transeúnte se encuentra cerca, y que por más que consume vidas y vidas, sus fuertes hierros, increíblemente, no lo hacen ver más voluminoso cual rellena.  De allí son quince minutos más hasta el portal del norte (teniendo en cuenta que no existan retrasos). Llego entonces a una estructura, ya rústica para esta época, que intenta conectar toda Bogotá, y que en conjunto con sus alimentadores, sobrepasaron el tiempo de su capacidad y eficiencia, y pasaron a ser una herramienta de burla, intolerancia e ideología; en resumen, un sistema fallido. Aquí el alimentador me expulsa hacia otra bestia maligna, cual pedazo de excremento, hacía un nuevo  proceso digestivo.

No importa si se busca una ruta de varias paradas, medias o pocas, pues las filas son el común denominador de cualquier troncal. Sin embargo, como sé que debo llegar lo menos tarde posible, busco tomar la ruta más rápida, de esas llaman expreso.

Siempre he pensado en que la vida es muy similar a un videojuego. Si acabas tu secundaria, como si terminas una carrera, desbloqueas un logro. Igualmente, diferentes espacios y personas, representan niveles dificultad. En este sentido, de pasar de una mezcla de olores de champú, jabón, desodorantes y colonias mañaneros, subo al nivel dos en cuando a hedores. Todos estos se ven viciados por los primeros sudores de la mañana y la composición comienza a agredir el olfato. Afortunadamente los humanos nacemos con una habilidad nivel 10 a tolerancia a los olores, y que se va reforzando conforme se repite una rutina. Esto sucede de manera similar con el cuerpo. 

Puede que no se desarrolle la mejor musculatura, a lo Schwarzenegger o Stallone (disculpen las referencias algo clásicas, pero es herencia de las películas que veían normalmente mis padres), pero lo que sí es seguro es que cada usuario de este engendro ingenierístico, desarrollamos capacidades de alto nivel físico. Esto se explica en la necesaria búsqueda de ingreso a los transmilenio, un esperpento que solo cambia de color, a rojo, respecto al gusano verde, y es aún más grande; el doble o el triple, según su plan de viaje. Así, los empujones y el alargamiento de extremidades en la búsqueda de espacio por algo comodidad, que ya era un reto en el gusano verde, no solo se eleva, sino que requiere destrezas mentales. Brazos, espaldas, manos, piernas, etc. Juegan en un constante twister tratando de hallar esos puntos donde no tengan que torsionarse demasiado y procurando evitar posibles lesiones. Eso sí, que quede claro, nadie está a salvo. Sin embargo, esto último puede verse como una bondad del sistema, pues es algo que se puede catalogar como absolutamente democrático. Los niños pequeños, las mujeres embarazadas, los ancianos, o toda persona que puede tener una afección particular que le dificulte su movilidad, se ve beneficiado por la igualdad, pues ellos deben tener las mismas capacidades de empujar, jalonar, encogerse, contraerse, expandirse y, en general, dislocar hasta el último lugar de su humanidad.

Quiero dejar claro que a diferencia del gusano tieso gigante que es el alimentador, el vehículo de transporte entre punto y punto tiene una o dos articulaciones. Este espacio se puede considerar como un extra o plus, pues si bien se ve igualmente colmado por cuerpos, hace que el viaje sea más dinámico. Giros inesperados, o por el mismo peso que los usuarios le damos, hace que esa estructura acordeonal vacile, titubee y oscile; también que su contenido, nosotros, se apeñusque, se mezcle y se fusione de tal manera que solo las voces de desconcierto o rabia, y los colores vivos de algunas prendas, permiten individualizar algo de aquella morbosidad.

Aquí la mejor estrategia de supervivencia depende de su experiencia. En mi caso, que llevo una maleta, siempre la pego en mi pecho. Todo el contenido en ella está envuelto en un par de prendas que permite amortiguar golpes o tropezones. También me facilita llevar allí mismo otras cosas más susceptibles, como mi celular, billetera y llaves, puesto que mis brazos lo cubren cual escudo, que al tiempo que me da la facilidad de abrir espacio cuando lo necesito. Pero no todo son ventajas. La falencia está al momento de no tener manos totalmente libres para las sorpresivas frenadas, bastante frecuentes por cierto, y que me pueden perder el equilibrio. Esto trato de solventarlo con la solidaridad y hermanada de la comunidad transmilienística, al amortiguarme en otro cuerpo, y siempre acompañado de un “perdón”, “lo siento”, “qué pena” o “¡Este maldito transporte!”.

El camino en sí mismo puede ser tortuoso, insoportable o simplemente terrible; depende del humor del día, pero nunca, absolutamente nunca, he tenido uno especialmente bueno. De hecho, si hago uso de memoria, me parece que desde que comencé a trabajar ya hace un par de años, en el transporte “público” me habré sentado unas diez veces a lo mucho.

En este momento no voy describir mi trabajo. No solamente porque es deprimente, sino porque mi objetivo, al final, es describir mis desventuras urbanas y el porqué de mis retrasos diarios.

En las mañanas se encuentran personajes llamativos, pero que cobran mayor vida en las tardes y noches. Por su puesto, creería yo, casi ningún país está exento de ellos. Uno puede encontrar el extranjero que sale de su país por problemas económicos, el vendedor de dulces y productos varios (incluso una vez compré un cepillo y pasta de dientes en el transporte), el cantante frustrado pero con talento, como el que se enoja y rompe a madrazos cuando no se le “colabora” con algo. Hay otros que me causan gracias, como el coach que quiere convencerte a punta de frases bonitas y que la fórmula del éxito es ser positivo (cosa que el mismo parece no poner en práctica), el humorista que no salió en sábados felices,  el mago que sorprende a pesar de que uno sabe en qué consiste el truco, el vegano o el vendedor de recetas para mil y un dolores, en fin... Estos, entre otros que seguro se me escapa de momento, son los especímenes que resaltan; pero el que realmente se lleva la atención, porque es el que abunda y se presenta en diversas formas, es el exdrogradicto que encontró la salvación en una iglesia cristiana y necesita una “ayudita” para su tratamiento. ¿Por qué los nombro acá? Porque en esas tardes de penumbra, en que el cansancio se acumula en cada rincón de mí ser; en donde la mirada quiere concentrarse en  algún punto específico y así hacer caso omiso del largo viaje de regreso a casa, ellos pueden ayudarte, u ocasionalmente profundizar tu sufrimiento. Normalmente es lo primero.

Lo desgarrador es que una sensación de vacío me acompaña de ida y de vuelta,  regurgitado por un transporte mediocre, de un sistema esclavizante, en una vida social y económica deplorable.

Seguramente algún purista (pseudocapitalista), cegado por la meritocracia, podría cuestionarme: si no le gusta su trabajo o la ciudad, trabaje más o monte una empresa. Yo le respondería a este querido arribista y clasista (entre otros istas) que intentos no me han hecho falta y ganas mucho menos. Pero que no es fácil, por no decir virtualmente imposible, cuando has nacido en una familia pobre, estudiado en un colegio distrital y graduado muy mayorcito, con notas nada sobresalientes, porque tenías que trabajar al tiempo que estudiabas. Que desde que lograste conseguir un trabajo tienes que levantarte a las 5 am y llegas a casa cerca de las 9 pm, seis veces por semana, con un sueldo que aseguran alcanzaría para todo y lo nombran como mínimo. Mínimo seguro para personas que tienen un cuerpo sagrado y nunca se enferman, no tienen percances de última hora que los lleva a gastar demás, o que seguramente tienen alguna fuente extra de ingresos; yo no. Además, es que eso de comer, para ellos claro está, puede parecer estar sobrevalorado, pero en mi caso… no sé, creo que me sirve para seguir vivo. Ustedes saben, bobaditas.

El caso es que los días de trabajo, destruido y con los ánimos por el piso, llego a mi casa entre las 9:00, como nombre anteriormente, y 9:30 pm. (Caso contrario llego cerca de las 10), para comer algo y acostarme. Y aquí cabe preguntar, ¿Por qué no acabar con esto? ¿Por qué seguir en este ciclo miserable de la existencia? Sé que sonaré un tanto meloso, por no decir idealista, pero la verdad, porque, todas las mañanas, después de pegarme unas palmadas en la cara, después de aplicarme esa colonia barata para estar más o menos bien oloroso para los clientes y el jefe; todas la mañanas, al abrir los ojos y verla, allí, a mi lado, al otro lado de la cama, y que al despertarse con ese mismo celular que quiero destruir, me dice “buenos días” con una mirada tierna; porque cada mañana sé que un desayuno, por más humilde que sea, me estará esperando en la mesa con amor; porque por ella es que soy constante, por ella estoy aguantando esto; pues en lo salvaje de la vida del trabajador promedio, ella también lo soporta. Porque solo por esos diez minutos más que gasto en un arrunchis, que podrían hacerme llegar a tiempo, entre otros valiosos momentos, son mi razón de continuar y llegar tarde cada mañana.

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