Prácticamente todas las mañana llego tarde al trabajo. Es realmente una putada. Salgo de mi casa a las 6:10 am. De allí son unos 15 minutos de camino a pie, pues es la manera más económica y “rápida” hasta un paradero de alimentadores de transmilenio. Sí, esos gusanos verdes rígidos que en su interior atrapan cuanto transeúnte se encuentra cerca, y que por más que consume vidas y vidas, sus fuertes hierros, increíblemente, no lo hacen ver más voluminoso cual rellena. De allí son quince minutos más hasta el portal del norte (teniendo en cuenta que no existan retrasos). Llego entonces a una estructura, ya rústica para esta época, que intenta conectar toda Bogotá, y que en conjunto con sus alimentadores, sobrepasaron el tiempo de su capacidad y eficiencia, y pasaron a ser una herramienta de burla, intolerancia e ideología; en resumen, un sistema fallido. Aquí el alimentador me expulsa hacia otra bestia maligna, cual pedazo de excremento, hacía un nuevo proceso digestivo.
No importa si se busca una ruta de varias
paradas, medias o pocas, pues las filas son el común denominador de cualquier
troncal. Sin embargo, como sé que debo llegar lo menos tarde posible, busco tomar
la ruta más rápida, de esas llaman expreso.
Siempre he pensado en que la vida es muy similar
a un videojuego. Si acabas tu secundaria, como si terminas una carrera,
desbloqueas un logro. Igualmente, diferentes espacios y personas, representan
niveles dificultad. En este sentido, de pasar de una mezcla de olores de
champú, jabón, desodorantes y colonias mañaneros, subo al nivel dos en cuando a
hedores. Todos estos se ven viciados por los primeros sudores de la mañana y la
composición comienza a agredir el olfato. Afortunadamente los humanos nacemos
con una habilidad nivel 10 a tolerancia a los olores, y que se va reforzando
conforme se repite una rutina. Esto sucede de manera similar con el cuerpo.
Puede que no se desarrolle la mejor musculatura,
a lo Schwarzenegger o Stallone (disculpen las referencias algo clásicas, pero
es herencia de las películas que veían normalmente mis padres), pero lo que sí
es seguro es que cada usuario de este engendro ingenierístico, desarrollamos
capacidades de alto nivel físico. Esto se explica en la necesaria búsqueda de
ingreso a los transmilenio, un
esperpento que solo cambia de color, a rojo, respecto al gusano verde, y es aún
más grande; el doble o el triple, según su plan de viaje. Así, los empujones y
el alargamiento de extremidades en la búsqueda de espacio por algo comodidad,
que ya era un reto en el gusano verde, no solo se eleva, sino que requiere
destrezas mentales. Brazos, espaldas, manos, piernas, etc. Juegan en un
constante twister tratando de hallar esos puntos donde no tengan que
torsionarse demasiado y procurando evitar posibles lesiones. Eso sí, que quede
claro, nadie está a salvo. Sin embargo, esto último puede verse como una bondad
del sistema, pues es algo que se puede catalogar como absolutamente democrático.
Los niños pequeños, las mujeres embarazadas, los ancianos, o toda persona que
puede tener una afección particular que le dificulte su movilidad, se ve
beneficiado por la igualdad, pues ellos deben tener las mismas capacidades de
empujar, jalonar, encogerse, contraerse, expandirse y, en general, dislocar
hasta el último lugar de su humanidad.
Quiero dejar claro que a diferencia del gusano
tieso gigante que es el alimentador, el vehículo de transporte entre punto y
punto tiene una o dos articulaciones. Este espacio se puede considerar como un
extra o plus, pues si bien se ve
igualmente colmado por cuerpos, hace que el viaje sea más dinámico. Giros inesperados,
o por el mismo peso que los usuarios le damos, hace que esa estructura
acordeonal vacile, titubee y oscile; también que su contenido, nosotros, se
apeñusque, se mezcle y se fusione de tal manera que solo las voces de
desconcierto o rabia, y los colores vivos de algunas prendas, permiten
individualizar algo de aquella morbosidad.
Aquí la mejor estrategia de supervivencia depende
de su experiencia. En mi caso, que llevo una maleta, siempre la pego en mi pecho.
Todo el contenido en ella está envuelto en un par de prendas que permite
amortiguar golpes o tropezones. También me facilita llevar allí mismo otras
cosas más susceptibles, como mi celular, billetera y llaves, puesto que mis
brazos lo cubren cual escudo, que al tiempo que me da la facilidad de abrir
espacio cuando lo necesito. Pero no todo son ventajas. La falencia está al
momento de no tener manos totalmente libres para las sorpresivas frenadas,
bastante frecuentes por cierto, y que me pueden perder el equilibrio. Esto trato
de solventarlo con la solidaridad y hermanada de la comunidad
transmilienística, al amortiguarme en otro cuerpo, y siempre acompañado de un
“perdón”, “lo siento”, “qué pena” o “¡Este maldito transporte!”.
El camino en sí mismo puede ser tortuoso,
insoportable o simplemente terrible; depende del humor del día, pero nunca,
absolutamente nunca, he tenido uno especialmente bueno. De hecho, si hago uso
de memoria, me parece que desde que comencé a trabajar ya hace un par de años,
en el transporte “público” me habré sentado unas diez veces a lo mucho.
En este momento no voy describir mi trabajo. No
solamente porque es deprimente, sino porque mi objetivo, al final, es describir
mis desventuras urbanas y el porqué de mis retrasos diarios.
En las mañanas se encuentran personajes
llamativos, pero que cobran mayor vida en las tardes y noches. Por su puesto,
creería yo, casi ningún país está exento de ellos. Uno puede encontrar el
extranjero que sale de su país por problemas económicos, el vendedor de dulces
y productos varios (incluso una vez compré un cepillo y pasta de dientes en el
transporte), el cantante frustrado pero con talento, como el que se enoja y
rompe a madrazos cuando no se le “colabora” con algo. Hay otros que me causan
gracias, como el coach que quiere convencerte a punta de frases bonitas
y que la fórmula del éxito es ser positivo (cosa que el mismo parece no poner
en práctica), el humorista que no salió en sábados felices, el mago que
sorprende a pesar de que uno sabe en qué consiste el truco, el vegano o el
vendedor de recetas para mil y un dolores, en fin... Estos, entre otros que
seguro se me escapa de momento, son los especímenes que resaltan; pero el que
realmente se lleva la atención, porque es el que abunda y se presenta en
diversas formas, es el exdrogradicto que encontró la salvación en una iglesia
cristiana y necesita una “ayudita” para su tratamiento. ¿Por qué los nombro
acá? Porque en esas tardes de penumbra, en que el cansancio se acumula en cada
rincón de mí ser; en donde la mirada quiere concentrarse en algún punto
específico y así hacer caso omiso del largo viaje de regreso a casa, ellos
pueden ayudarte, u ocasionalmente profundizar tu sufrimiento. Normalmente es lo
primero.
Lo desgarrador es que una sensación de vacío me
acompaña de ida y de vuelta, regurgitado
por un transporte mediocre, de un sistema esclavizante, en una vida social y
económica deplorable.
Seguramente algún purista (pseudocapitalista),
cegado por la meritocracia, podría cuestionarme: si no le gusta su trabajo o la
ciudad, trabaje más o monte una empresa. Yo le respondería a este querido
arribista y clasista (entre otros istas) que intentos no me han hecho
falta y ganas mucho menos. Pero que no es fácil, por no decir virtualmente
imposible, cuando has nacido en una familia pobre, estudiado en un colegio
distrital y graduado muy mayorcito, con notas nada sobresalientes, porque
tenías que trabajar al tiempo que estudiabas. Que desde que lograste conseguir
un trabajo tienes que levantarte a las 5 am y llegas a casa cerca de las 9 pm,
seis veces por semana, con un sueldo que aseguran alcanzaría para todo y lo
nombran como mínimo. Mínimo seguro para personas que tienen un cuerpo sagrado y
nunca se enferman, no tienen percances de última hora que los lleva a gastar
demás, o que seguramente tienen alguna fuente extra de ingresos; yo no. Además,
es que eso de comer, para ellos claro está, puede parecer estar sobrevalorado,
pero en mi caso… no sé, creo que me sirve para seguir vivo. Ustedes saben,
bobaditas.
El caso es que los días de trabajo, destruido y
con los ánimos por el piso, llego a mi casa entre las 9:00, como nombre
anteriormente, y 9:30 pm. (Caso contrario llego cerca de las 10), para comer
algo y acostarme. Y aquí cabe preguntar, ¿Por qué no acabar con esto? ¿Por qué
seguir en este ciclo miserable de la existencia? Sé que sonaré un tanto meloso,
por no decir idealista, pero la verdad, porque, todas las mañanas, después de pegarme
unas palmadas en la cara, después de aplicarme esa colonia barata para estar
más o menos bien oloroso para los clientes y el jefe; todas la mañanas, al
abrir los ojos y verla, allí, a mi lado, al otro lado de la cama, y que al
despertarse con ese mismo celular que quiero destruir, me dice “buenos días”
con una mirada tierna; porque cada mañana sé que un desayuno, por más humilde
que sea, me estará esperando en la mesa con amor; porque por ella es que soy
constante, por ella estoy aguantando esto; pues en lo salvaje de la vida del
trabajador promedio, ella también lo soporta. Porque solo por esos diez minutos
más que gasto en un arrunchis, que podrían hacerme llegar a
tiempo, entre otros valiosos momentos, son mi razón de continuar y llegar tarde
cada mañana.
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