La vi junto a mi novia en esa
calma plena, y hablaba de una manera tan normal, que parecía que el hombre con
quien tuvo dos hijos y convivió por más de treinta años, hubiera sido un tiempo
sin pena ni gloria. Como esas experiencias que se traducen en anécdotas de una
conversación casual. Así, convencidos todos, bueno, casi todos, de que su forma
de duelo era una resiliencia estoica, dejamos de darle hilo al tema. Y digo casi
todos, porque esa forma poco común de respuesta me despertaba la curiosidad.
Esto, especialmente, porque mi
tía era una persona muy emocional. De un carácter amable y risueño, y que sin
saber qué pasaba por su mente, siempre encontraba palabras sobrias a los
problemas. Era como aquel ideal de persona que ante un obstáculo, por más infranqueable
que parezca, no trata de sortearlo con la fuerza bruta, pero tampoco con la
sagacidad, sino más bien, con paciencia.
Decidí entablar conversación con
mi madre y mi padre, acerca de la relación de mi tía con su esposo, y obtuve
dos datos interesantes. Mejor, uno interesante y otro que era una confirmación
y causa del primero.
Pedro, por un lado, como cuando
yo era niño, seguía siendo un patán. Un hombre que es capaz de morbosear de
forma nauseabunda cualquier mujer en la calle, sin importar edad, caminando de
la mano de mi tía. Ella, al parecer, seguía con su pasividad expresada en
sonrisas y disculpas, porque lo que él hacía era algo con poca o nada
importancia. Como una especie de broma de años y años de tolerancia y costumbre.
A esto había que agregarle que su obesidad, entre otras enfermedades, lo habían
no solamente vuelto más huraño, sino más cruel y burdo con los tratos, a tal
punto que una violencia detenida hace años por una respuesta de mi tía con un
sartén, había vuelto.
Pero, la cereza sobre el pastel,
fue que tales tratos llevaron, después de tantos años, a que ella terminara por
abandonarlo. Una separación que llevaba poco más de dos meses, y que nos
sorprendió, porque muy pocos sabíamos de ello. Esto hizo pensar a unos que mi
tía era muy discreta, pero para mí, era un síntoma claro de su personalidad de
enmascarar los problemas.
También que Pedro se contagió
casualmente durante esos meses de distanciamiento con ella, distanciamiento que
no practicó con su propia familia, pues mi prima también se vio infectada,
aunque con un desenlace favorable, en un festín con la familia por parte de él.
Por eso, especulé que, si bien mi tía se separó de él a tiempo, pues a su edad
también pudo ser catastrófico infectarse, era posible que ella sintiera un tipo
de culpa por no estar a su lado en los peores y últimos momentos.
Mi extrañeza e interés manifiesto,
se contagió a mi novia, con la que creaba teorías sobre la actitud de mi tía.
Porque mientras mi suegra era un ser exagerado en toda regla, que se lamentaba
y lloraba hasta por deportistas que se rompían una pierna, mi tía era un caso
extremo de autocontrol. Así, no descartábamos lágrimas solitarias que la hacían
más humana, a un carácter super humano que la llevaba a un comportamiento tan
particular. Sin embargo, y a favor de tener el tacto suficiente para no llevar
a cabo preguntas fuera de tono a mis primos, mi tía u otros familiares, el tema
comenzó a enfriarse. Enfriamiento que duró poco.
Me encontré a mi tía mientras
caminaba a casa con mi novia, y ella era acompañada por otra tía y la hija. Y
ante saludos cálidos y sonrisas disimuladas por los tapabocas, dijo: “Ya Pedro
cumple un mes de muerto”. “¿Ya un mes? ¡Cómo se pasa el tiempo de rápido!”,
respondí lo más natural y automáticamente posible; y si bien el tono era de
comprensión, en mi bullía de nuevo ese interés por su comportamiento. De hecho,
mi novia llegó a la misma conclusión, de que más allá de un llamativo
comentario, no era común en ella esa especie de traspié. Sospechabamos que su estado
mental era de cuidado. No porque todos debamos llorar a moco tendido una
pérdida, pero sí, que su comportamiento era cada vez más atípico. Confirmación
que se dio después.
Pedro había muerto por causa o
influencia del virus de moda. Ya saben, el covicho. Y me expreso de esta manera
insegura, porque si bien Pedro fue ingresado por el covicho al hospital, al
parecer un ataque de pánico, por las historias de enfermos que mataban dentro
de los centros médicos para hacer espacio a aquellos que tenían más posibilidades
de sobrevivir, lo llevó a tener un doble paro cardiaco. En fin. Sea una cosa o
la otra, el estar ingresado conllevó a que su cuerpo fuera dispuesto como si lo
hubiera matado el virus, y por tanto a mi tía le terminaron por entregar una
urna con sus cenizas.
La problemática sobrevino cuando
la familia de Pedro atacaba a mi tía, porque según estos, ella no lo acompañó
cuando debía. Además, dos hermanos de Pedro, también infectados en la comilona,
si bien habían superado el virus, seguían en aislamiento, y sin ellos, mi tía
no debía deshacerse de las cenizas sin la debida misa y bendición de Dios.
A esto se suma, que el lugar
donde se hallaban las cenizas; con más precisión, la urna de madera, era un
altar algo improvisado, que incluía una foto de Pedro, junto a rosarios e
imágenes de Jesús la virgen maría, entre otros. Una iconografía que más allá de
la creencia popular, se me antojaba enfermizo por tal idealización.
Cuando supimos esto, más de uno
conversó con ella, diciéndole que debería botar esas cenizas. Que era hasta
insalubre y poco ético, porque cuando incineran a las personas, no lo hacen uno
por uno, sino que son hasta cinco cuerpos, y los restos que ella tenía, no solo
eran de su esposo, sino de otros desconocidos. También llegamos a un discurso
cándido, en donde le decíamos que lo más importante de Pedro ya se había ido, y
lo mejor era deshacerse de esas cenizas, para que ella también descansara. Pero
frente a dichos argumentos, ella solo respondía que no podía hacer eso sin
darle la santa bendición. Una correcta despedida.
Así, mi tía esperó cerca veintiún
días, entre los que se incluía tanto la salida de los hermanos de Pedro, su
distanciamiento, y el recaudo del dinero para pagar la misa, junto a la fecha
de transmisión vía online.
Se hizo la correspondiente
despedida de tradición cristiana, y ella terminó por enterrar, frente a las
miradas recriminatorias del resto de la familia de Pedro, las cenizas en un
hoyo no muy profundo, cerca a la casa, en las montañas de Usaquén. Y a pesar de
ese recelo mal habido, se sobreponía con su ya conocida amabilidad, incluso al
punto de llegar a atender a todos en su propia casa, invitándolos a un tinto.
Los días pasaron, y no sé si sea
predecible lo que terminó por hacer mi tía; aunque en retrospectiva lo fue. Lo
que me frustra es que, pensando tanto en aquellos sucesos, no se me ocurrió lo
que sucedería. Tal vez fue la misma personalidad que nos envolvía con su temple,
que no me persuadí, de que, si bien era algo plausible, jamás fuera un acto que
se hiciera realidad.
Ese mismo año, en época de
navidad, todos vacunados y con ganas de celebrar una reunión familiar completa,
alrededor del árbol de navidad y ya repartidos los regalos, viendo como los
niños jugaban sin importarles la hora, y los adultos hablando de cosas varias,
vimos como mi tía se aislaba del grupo y miraba a través de la ventana, como al
infinito.
Todos comprendimos la situación,
o al menos eso creímos, porque el ambienté se silenció por completo, y mi
prima, acercándose a ella y abrazándole el brazo, en busca de apaciguar su
sufrimiento, abrió los ojos sorprendida al verla sonriente, y giró su cabeza
con una mirada de pánico, solo para terminar vomitando frente a todos. Y era
justificable, pues, ante el silencio que reinó, ella, sonrisa boca, dijo: “Ahora
mi Pedro descansa en todos gracias a ese tinto”.
Lo que hasta el día de hoy me
intriga es, si lo que hizo mi tía fue un verdadero acto de amor, o una especie
de venganza.
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