sábado, 14 de agosto de 2021

El posible último error

El sudor le hacía sentir pegajosa la camiseta, la sudadera e incluso los calzoncillos. El viento potenciaba el poder de las gotas heladas que brotaban, se combinaban, y corrían desde la frente a diferentes partes de su rostro caluroso. Su respiración agitada, hacía mover convulsivamente su pecho, mientras la áspera madera le marcaba la espalda. Un dolor punzante en el arco de los pies, como aquellas veces que el profesor de educación física, reducida su paciencia por la impertinencia de él y sus compañeros, los obligaba a darle varias vueltas a la cancha; a veces hasta vomitar, otras solo hasta que los calambres ganaran la partida, era la evidencia de una desconexión de cuerpo y mente, en el que escapar había sido la prioridad.

Apreció, como nunca antes lo recordaba, la comida de su madre y la seriedad de su padre. Trato de saborear el desayuno de aguapanela y pan, y que a veces se completaba con un huevo; dichosos días. El aroma de la ropa lavada a mano y secada al viento, como la sensación de los dedos arrugados. Recordaba las miradas inquisitivas o amorosas, que transmitían más que cualquier palabra. Las noches de sueños intranquilos que le lo llevaban aun, a sus dieciséis años, a acostarse en medio de ambos.

¿Cómo llegué aquí? Se preguntaba retóricamente mientras cerraba sus ojos y dirigía su rostro al firmamento estrellado, pues tenía claridad, de cada acción, cada paso, que lo había llevado a ese momento. No menosprecio nada. Ni las zancadillas en la escuela, la copia de los exámenes o las bolitas de papel ensalivadas que soplaba a través del cuerpo de los esferos. Tampoco su escalada con la extorsión de las onces a cambio de no torturar, el dinero hurtado de las maletas de niños de diferentes grados, o el golpe directo a la boca del profesor de matemáticas. Todo sumaba y sumaba. Como Las palabras soeces a sus padres, las traiciones a sus amigos, las borracheras pasadas en el salón de clases, los primeros celulares y bolsos rapados, el golpe a su última exnovia o el cigarrillo apagado por diversión y venganza, en la mano de aquella chica del colegio vecino, que se burló y lo despreció por la cicatriz de su ojo izquierdo. Un itinerario que lo estrellaba de frente. Una vida que, en busca de nuevas sensaciones y experiencias, terminó allí, en esa noche bogotana, entre los árboles de un pequeño bosque de las montañas usaqueñas, acurrucado, con el deseo de ser tragado por la tierra.

Siempre había tenido una sensación de leve angustia y presión, que lo deleitaba en cada una de sus fechorías. Pero ahora, todo ello, había sido devorado por el miedo; un miedo real. Uno, que identificaba en toda su extensión con la mirada de Mariela. Mirada que volvía allí, en medio de la arbórea oscuridad. Su color almendrado de exagerada pestañina. Nunca entendió cómo no se le había caído las pestañas por tanto peso. Pensamiento inocuo que lo había atravesado en ese mismo instante, en que la mirada suplicante le rogaba una explicación por la herida que ahora empapaba cálidamente su ropa, mientras ella se tornaba lívida y perdía el sentido. Pregunta que él también se hizo, en medio de la confusión de la pelea, y que tenía la respuesta más insulsa y tristemente cruel: se dejó llevar.

No se había desecho del cuchillo, pues no solo entendía perfectamente que era la única arma de defensa apenas comenzó a correr; a escapar, sino que imaginaba que, en ella, en la hoja metálica, aún quedaba algo de Mariela. Algo de la chica que había estado en el momento y lugar equivocado. Era como una cruz. Un testigo inerte de su cobardía al cuadrado, pues no solo había huido del lugar aprovechando la revuelta; era consciente de que no se entregaría a nadie por su acto. Tendrían que encontrarlo. Solo esperaba serlo, primero por la policía, que por la familia de Mariela.

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