jueves, 5 de noviembre de 2020

Camisa Roja

Don Mario buscando se hallaba ese día

entre sus cosas una camisa roja,

porque la muerte danzante se le antoja

llevar pronto a muchos su compañía.







Y al aire viciado su camisa extendía,


entre lágrimas que su alma arroja,


pues la camisa en una ventana se aloja


para una ayuda que jamás llegaría.







Retrocede la cansada mirada,


allá, donde su medio corazón anida,


sus frágiles voces callan







que entre tiernos abrazos se resguardan,


al injusto olvido de la vida,


pues abandonados por el mundo se hallan.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Chinches

Mis ojos se abrieron lentamente, como dominados por un miedo indefinible; como si algo invisible estuviera por atacarme. Mientras me sentaba, se habituaron lentamente al negro de la habitación, mientras un tono azul macilento atravesaba las cortinas. ¿Por qué el temor? Estaba en mi cama, junto a mi esposa, y la seguridad de aquél lugar, aunque invisible a un atacante real, siempre me daba la seguridad que necesitaba sentir; algo así como el tierno pecho de una madre.

Y mientras pensamientos encontrados me asaltaban, el sabor a metal comenzó a recorrer la lengua y bajar por la garganta. Miré a mi esposa como hacía todas las madrugadas oscuras antes de prepararme para el trabajo, pero lejos de acariciar su frente como de costumbre, el miedo a despertarla y que fuera partícipe del horror que saboreaba me inmovilizó.

Sentí inmediatamente como gotas de saliva escapaban por la comisura de mis labios, largas y abundantes, que al mismo tiempo arrastraban una calidez extraña. Ya la duda disipada por la novedad, daba paso a la extrañeza y una extraña calma. Era sangre, y en abundancia. ¿Me mordí la lengua? ¿Una muela floja? Nada parecía verosímil, pues la cantidad excedía con creces cualquiera de estas posibilidades.

Tomé de la mesa de noche silenciosamente la camisa que dejé antes de dormir, y suavemente la pasé por mi boca. Una mancha negra, más negra que los lugares en que no llegaba aquella mortecina luz de la habitación, impregnó la tela y se extendió rápidamente. La calma de mis acciones, no representaban en absoluto el desespero que iba subiendo en grado.

Sin saber exactamente cuando tiempo pasó, sentí como la humedad de la camisa iba amainando, lo cual era indicio de que la hemorragia estaba cediendo. Una pequeña luz de calma crecía, mientras pensaba cuál sería mi siguiente paso. ¿Ir al baño y mirar en el espejo, tratando de no alertar a nadie? Sería la mejor opción. Si era algo grave, despertaría cuidadosamente a mi esposa, mientras alistaba lo necesario para salir de urgencias. Era lo más lógico, lo, incluso, dispuesto en un manual. Pero lejos de llevar a cabo esta estrategia, la desesperación se apoderó de mi.

La cuestión en todo este extraño asunto, es que en ningún momento, desde el mismo sabor de la sangre, intente mover la boca. Abrirla y cerrarla para de entender qué era lo que me pasaba. Mi error fue confiar en esa tensa calma que me daba mi propio razonamiento, el cual me creo una seguridad infundada. Así, cuando me disponía a levantarme suavemente de la cama, me apoyé falsamente en la mesa de noche. Un pequeño resbalo me hizo forzar los músculos faciales, y un dolor intenso, más intenso que cualquier otra cosa en mi vida, me atacó.

Sentí de inmediato como si cientos de pequeños puntos me desgarrarán los labios, y con ello los dientes. Punzadas infernales que llegaban a los mismos huesos, llevaban el sonido de pequeños metales hasta los mismo oídos. Mi cabeza resonó como si algo la golpeara desde dentro y mis manos, que antes eran delicadas y precisas, comenzaron a temblar desenfrenadas.

Volví la mirada a mi amada envidiando su profundo sueño, pero al mismo tiempo aliviado de no ver los terrores por lo que pasaba en ese mismo instante. Y sin pensarlo, echando por la borda el pequeño plan de acción antes pensado, abrí lentamente la boca. El dolor a cada milímetro de apertura, dejaba camino a una nueva hemorragia, esta más abundante y pavorosa, pues era acompañada de pequeñas costras.

Cuando el dolor fue insoportable, decidí palpar para darme una idea de la situación. Los labios resecos en el exterior y húmedos en el interior, dieron paso a la espantosa sensación del metal. El frío entre la calidez de la saliva sangrienta, se multiplicaba en pequeñas formar circulares que se agolpaban a lo largo de las encías. Y mientras el desespero aplastaba la leve esperanza de una situación controlable, el temblor se apoderó aún más de mis manos en un incontrolable va y ven.

¿Cómo llegaron aquellas chiches a mi boca? ¿Por qué estaban clavadas tan profundamente que parecían hundirse hasta los mismos huesos? ¿Lo hice yo mismo o alguien más? Volví una mirada de odio a mi esposa, pero su placida y dulce cara me calmó en un instante. Sabía que ella no solamente no haría sido capaz, sino también que era imposible clavarme esos pequeños elementos en mi boca sin despertarme.

Decidí, con la cabeza caliente, y en un arrebato a causa del insoportable dolor ¡arrancarme una a una las chinches! No recuerdo bien si mantuve todo el tiempo la boca abierta o la cerré mientras tomaba esta determinación, pero con el temblor de las manos, levanté con los dedos de una mi labio superior, y con los dedos de la otra fui en la búsqueda de aquellas pequeñas maldiciones.

La sangre hacía resbaladiza la tarea, y las uñas se deslizaban en contantes intentos fallidos. Pero la euforia que me poseía cada vez que lograba sacar alguna chinche me hinchaba el corazón a continuar

Las primera fueron fáciles de arrancar, pues las que estaban más pegadas a la encía les impedía profundizar en mi carne. El del destino fatal del cual era consciente con aquellas que no dejaban espacio a mis uñas para agarrarlas firmemente, la dejé para el final. Así, el mismo y excitante proceso de arrancarlas de mi cuerpo, a veces delicadamente, otras con desenfreno, conllevó a que no contemplara el sangriento festival en que se transformaba mi cama matrimonial. Sabía que cuando ella despertara, el horror la iba a poseer; que grandes zonas cubiertas por mi sangre serían acompañadas muchas otras por gotas arrojadas por el furor. Pero ya nada importaba. Solo deseaba ardientemente liberar mi boca de aquello y terminar con la pesadilla, en una habitación llena de pequeños instrumentos ensangrentados.

Cuando mis dedos no encontraron más chinches con la posibilidad de ser arrancadas de tajo, caí en cuenta del olor a metal que ahora inundaba la estancia. Me asquee por un momento de mi propia existencia, pues me reduje a un ser vomitivo que daba rienda suelta al libertinaje inducido por el dolor. Pero esto no duró demasiado. Con más tacto, precisión y paciencia, comencé a buscar lugares por los cuales hundir mis uñas y despegar las chinches.

Una a una fueron saliendo y el delicado desliz del metal, milímetro a milímetro, hacia un extraño sonido entre los suaves tejidos de mis encías. La suavidad de los movimientos se contrastaban con la brutalidad de la imagen que se proyectaba en mi cabeza de la deformidad que seguramente adoptaba mi boca. El éxtasis llegó a su máxima expresión cuando terminé de retirar la última chiche de mi encía superior. Una arrobo por terminar más de la mitad de mi trabajo y sufrimiento se tradujo en tragar saliva con un sabor grotesco.

Me disponía a retirar las de la encía inferior y una suspiro alteró el ambiente.

- ¿Estas bien?

El frío me recorrió como un rayo por la espalda, y el miedo a ser descubierto, como si se tratara de una chiquillo en una travesura, me atrapó el corazón.

- Nada amor - logré vocalizar, mientras le acariciaba la cabeza entre la sabana. Se acomodó plácidamente y el sueño la poseía de nuevo.

El peligro se iba mermando, pero, ¿peligro de qué? Si ella se hubiera despertado y horrorizado, sé, que desde el fondo de su corazón y por la preocupación del ser amado, habría llamado una ambulancia. Pero no, esta noche infausta, y con la mente cansada, los demonios de los absurdo atacaban sin cesar. Y allí, con el corazón de mi esposa calmado, hendí violentamente con mis uñas lastimadas la primera de las chinches que tenía aun clavadas.

Al final... Al final de todo, tomé mi indice derecho y recorrí de arriba abajo mi boca goteante, en un absurdo intento de crear una imagen de como había terminado todo. Entre lágrimas de alivio y un futuro incierto, recosté mi cabeza para descansar de la pesadilla... Pero, entre preguntas sin respuesta y un sentimiento de extraña nostalgia, con un impulso misterioso busqué con mis manos las chinches que antes clavadas en mi estaban y las tragué con tristeza.